El concierto se había acabado y aún el eco de los acordes
del piano resonaba entre la memoria de los asistentes. La música lánguida
repleta de expresión, la infinidad de matices de sus melodías y su originalidad
y sensibilidad estética, provocaron que la emoción se materializara en los
átomos de la atmósfera de aquella sala de conciertos. Los aplausos del público
fueron eternos y por ello su primer concierto tuvo tanto éxito,
que se convirtió en el tema de conversación de toda la ciudad durante semanas.
Su nombre sonaba en los corrillos de intelectuales, empresarios y aristócratas
y en poco tiempo se le reconocía como el joven pianista ciego que había sido
capaz de conmocionar a toda una ciudad entera. Sin embargo, aquella fama no
aturdía al joven pianista, quien a lo único a lo que prestaba atención era en componer.
Acababa de llegar a la ciudad y pronto
pasó a formar parte del ambiente musical y artístico que la envolvía. La gente
le admiraba no sólo por la genialidad de su virtuosismo sino por demostrarlo a
pesar de su gran dificultad. El joven había aprendido a tocar el
piano casi al mismo tiempo que aprendió a hablar. Al nacer y enterarse su padre
que tenía un hijo ciego, pensó que la mejor manera de hacer su vida más
llevadera y menos dramática sería de la mano de la disciplina musical del piano.
A los pocos años de enseñarle, había demostrado para asombro suyo y de su propia familia, ser un virtuoso del instrumento. Su don era manifiesto al leer las
partituras en braille a enorme velocidad, componer a muy temprana edad o tocar
el piano con la sutileza que aporta unas manos guiadas por los ojos del
corazón.
En la capital, unas mujeres que
habían asistido a su primer concierto, le ofrecieron alojamiento en el barrio
antiguo. Se habían quedado tan prendadas de él que una de ellas, la más lozana,
se ofreció a asistirle como criada y ayudarle en todas las tareas del hogar a
cambio de un sueldo económico. Le visitaba con frecuencia para limpiar la casa
y de vez en cuando pasaba por la iglesia para coger agua bendita y llevársela.
Creía que su virtuosismo era un milagro divino y que por ello debía mostrarle
agradecimiento lavándole las manos con agua sagrada. La muchacha se percató de
su sensibilidad, virtud tan poco desarrollada en los hombres que había conocido
y quienes la habían tratado de forma grosera o meramente sexual. El hecho de
que captara las cosas más allá de los sentidos y de que mostrara cierta
emotividad, era como un soplo de aire fresco ante la masculinidad imperante a
la que estaba acostumbrada. Ella era muy bella, y la mayoría de los hombres caían
rendidos bajo sus pies sólo al mirarla, pero el pianista no podía contemplar su
belleza y aquello hería hondamente su orgullo. Intentó por todos los medios
llamar su atención sin éxito: se perfumaba con agua de rosas, le llamaba con
apelativos cariñosos y finalmente pensó, que como el joven dormía poco y era
intelectual, entretenerle en conversaciones durante la noche podría
encandilarle. Pero tras unas pocas, él se negó a seguir manteniéndolas porque
la muchacha sólo hablaba sobre el futuro o las preocupaciones triviales del día
a día y aquello le aburría tremendamente y le quitaba tiempo para componer. La
muchacha cayó presa de otra ceguera más despiadada aún que la del pianista, la
del amor, y se vio con la necesidad de enamorarlo y de retenerlo a su lado,
pero no encontraba la manera de despertar en él su admiración. Se dispuso a
usar un método que nunca le fallaba. Un día, al lavarle las manos con agua
bendita, recurrió a las caricias íntimas. El joven sintió que recorrían su
cuerpo con prisa y sin tomarse el debido tiempo para explorarlo delicadamente.
Se sintió amenazado y sin pensarlo dos veces, la echó de su casa. La bella muchacha le
gritó:
-Te quiero y estoy segura que si no
fueras ciego y vieras lo bella que soy, te enamorarías tú también de mí.
Sin inmutarse, el pianista esbozó una leve sonrisa y le contestó:
-He sido bendecido con el mayor de los dones, y no es mi virtuosismo. Mi gran virtud es mi ceguera porque me hace ver más allá del mundo de las formas. No necesito belleza para componer, mi inspiración proviene de mi interior.
La muchacha no daba crédito ante aquellas palabras de rechazo y le reclamó:
-Pero yo te amo y lo haré para siempre si me dejas.
-Esa palabra no existe más que en tu pensamiento, todo cambia y es perecedero. Un buen día tu belleza también lo será.
La muchacha se sintió humillada. Enfurecida recogió sus cosas mientras le gritaba toda clase de improperios y se marchó.
Meses después estalló un brote de cólera en la
ciudad y la gente pudiente se mudó al campo para no contraer la
enfermedad. La mayoría de la población la padeció y hubo muchas víctimas mortales. El joven pianista tuvo que enclaustrarse en su casa y aquello le sirvió para dejar de lado su vida social y dedicarse en cuerpo y alma a la composición. Sin embargo, su estado de
ánimo decayó y emocionalmente se llenó de ansiedad por la triste situación a su alrededor y por el
desconocimiento sobre su familia, de la que no sabía nada desde hacía mucho. Era
un joven ultrasensible y cualquier preocupación le hacía caer enfermo así que
funestamente y a pesar de sus cuidados higiénicos, contrajo aquella terrible
enfermedad.
La muchacha que le había servido, por
aquel entonces se casó con un conde adinerado y durante su exilio en el campo se dedicó a fomentar en las reuniones sociales de los salones mala fama al
pianista. Convirtió en negativas las virtudes que le habían enamorado y
enfatizó que era un lunático, débil y un sentimental. Los mismos que le alabaron
al principio en los círculos de entendidos, le empezaron a criticar también y
su nombre se vio envuelto bajo las turbias intenciones de aquellos quienes al no
poder entender la genialidad, la envidiaban.
Pasaron los años, las décadas y como
al final de un concierto, cuando la música ya ha terminado, las luces se han
apagado y ya no queda nadie, es la música sólo la que permanece en el recuerdo
de los asistentes cuyos corazones han sido tocados por las composiciones sutiles
y emotivas que han escuchado. Queda una cierta serenidad, una infinita
paciencia, un deje de melancolía y la presencia de la satisfacción del trabajo
bien hecho. Así, la música del joven pianista ciego permaneció en el recuerdo
de todos y la vida de aquella música emotiva siguió latiendo más allá de su fama y de su
nombre.
Beatriz Casaus 2012 ©