sábado, 13 de octubre de 2012

Los años robados

NOTA:

¡Cuánto poder tienen las historias cuando son pronunciadas por bocas ajenas a las de los implicados de las mismas! Como la hoja de un cuchillo afilado, pueden rajar despiadadamente la vida de cualquiera en un instante y hacerla parecer pueril, fútil y mezquina. No hay cabida para el interés de las personas que hay detrás de esas historias pues los protagonistas no son ellos en realidad, sino las historias en sí y cuanto más disparatadas, exageradas y dramáticas parezcan, mejor será el chisme y más daño colateral provocarán. Una simple frase en una situación diferente y  sacada de contexto puede desquebrajar al corazón más estable o fundir la confianza más afianzada. Todo lo que sale de boca ajena en referencia a la vida de otro sin comprensión, suena mal, así de simple.

Siempre he sido de los que no les gusta hablar de la vida de otros, más que nada porque odio que hablen de mí o de la mía propia y albergo una ligera esperanza en que si me guardo de hacerlo de los demás, se me respetará de igual modo. No soy de los que les gusta que comenten sobre mí por lo que no suelo alardear de nada y sólo mis allegados conocen mis historias personales,(bueno y ahora algunas, facebook) a quienes no dudo en contar y en pedir consejo si hace falta, porque sé que no me van a juzgar y que me van a entender. Intento pasar desapercibida lo más a menudo posible y a veces pierdo los nervios cuando no es así. Huyo de los corrillos y de los dimes y diretes pues casi puedo asegurar con “rigor empírico” que  hay un tanto por ciento bastante elevado de que lo que se cuece en ellos sea exagerado como pueda ser una hipérbole o un esperpento de Valle-Inclán.

Siempre he sido fiel defensora de todas aquellas víctimas que en algún momento han sido objeto de comentarios y les he dado un voto de confianza mayor que para aquellos quienes desataron las crueles habladurías. Despiertan mi empatía porque suelen haber cometido errores de los que me puedo sentir identificada y eso señala que son humanos, como yo. Los que cuentan los chismes creen tener el poder de la invulnerabilidad y en un ejercicio de arrogancia, juzgan a los demás como si ellos fueran santos y no hubieran hecho nada que no fuera intachable en sus biografías. Todos, absolutamente todos, somos susceptibles de aparecer en miles de chismes porque a ojos de cualquiera, todo lo que un tercero hace, puede resultar extraño o vulnerable de ser criticado sobre todo si hay ganas de hacer daño.

“Acepta todo lo que te viene entretejido en el patrón de tu destino, pues, ¿qué otra cosa podría acomodarse mejor a lo que necesitas?”  (Marco Aurelio, “Meditaciones”)


Los años robados


Nos vimos cruzando la esquina en esa calle tan poco transitada. Nos quedamos mirando absortos en nuestra perplejidad porque el destino nos hubiera juntado de nuevo al azar por aquella inmensa ciudad. No se me ocurrió otra forma de saludarle que darle un beso en la mejilla en vez de dos, me hubiera lanzado a sus brazos para fundirme en un abrazo eterno pero en aquel momento no conseguía  salir de mi asombro y los dos nos sonrojamos sin mediar palabra. Teníamos tanto que contarnos y que aclarar por los años perdidos, que el silencio nos hacía un flaco favor. Mi pulso se aceleró de forma vertiginosa en cuanto me di cuenta de la importancia de la situación. Tenía delante de mí al amor de mi vida, aquel que creí haber perdido y por el que tantas lágrimas había derramado. En estos años hubo momentos en los que incluso me dieron ganas de arrancarme el corazón del pecho por el agudo dolor provocado por su ausencia, pero finalmente la medicina del tiempo logró acostumbrarme, aunque olvidarle fuera imposible. Toda aquella templanza conseguida por los años fue arruinada en ese instante, pues en un abrir y cerrar de ojos, me había vuelto a enamorar.

Me invitó a tomar algo en una cafetería cercana. El sitio me pareció tener el atrezzo de una película de Fellini y el hombre que tenía delante de mí me recordaba a Marcello Mastroianni, en nada se parecía al recuerdo que tenía de él. Su pelo estaba mucho más corto y canoso, las patas de gallo, los surcos de su cara junto con las arrugas de la frente desvelaban el lapso temporal que había pasado sin vernos, pero aún así conservaba un gran atractivo. Bruscamente, me agarró del brazo y ahí le reconocí de nuevo. Recordé de inmediato la pasión que compartimos y que tantas habladurías había generado. Sin embargo, le aparté el brazo mientras las rodillas se me encogían y  me invadía una profunda fatiga. Mi cuerpo no podía reaccionar con normalidad y me empecé a marear. Había llegado a esa ciudad sola, sin amigos, sin trabajo y con una visa que tenía que renovar cada cinco años. Lo había dejado todo para no provocarle problemas  y empezar de cero alejada de todo lo que conocía. Pero con él delante, de pronto me di cuenta que quizás todo tuvo que haber sido de ese modo. Estábamos juntos de nuevo y aunque fuera por casualidad, al fin y al cabo eso era lo que contaba. Nadie nos podía hacer más daño ya de lo que nos habían hecho y yo aprendí a liberarme de la opinión de los demás y a no identificarme con el drama en mi vida sino a ver las oportunidades que se presentan, y aquella desde luego, era una de ellas.
Me llevó en coche hasta mi casa y le invité a subir. Le dejé pasar primero para deleitarme observando la elegancia de su caminar y al cerrar la puerta, le susurré en voz baja: “Ya estamos en casa”.
                                                                                                                                      Rebeca.

Era como si el tiempo no hubiera transcurrido entre nosotros, la complicidad era palpable y la cercanía se produjo rápidamente. Nos vimos por casualidad en una calle de aquella ciudad que tan poco me gustaba pero a la que iba de vez en cuando por negocios, yo estaba de camino a una reunión cuando me la encontré. La vi más guapa que nunca y eso que habían pasado muchos años. No podía creer que fuera ella y ni siquiera pude articular palabra. Sólo salió de mi boca un mísero pero estupefacto: “Hola Rebeca”. Ella se acercó y me dio un cálido beso en la mejilla, eso produjo que los dos nos sonrojáramos y que yo inmediatamente después la invitara a tomar un café. No quería perder ni un momento más a su lado, teníamos mucho que aclarar. Noté una luz que brillaba a través de sus ojos. Le pregunté por qué desapareció y entonces me contó que había aceptado los comentarios en vez de reaccionar contra ellos y que encontró correcto marcharse de allí para no causarme problemas. Su vida había sido difícil desde entonces pero la vi más suave y gentil que nunca. Mientras me contaba su historia, aquello me hizo evaluar mi vida. Yo había puesto todo mi empeño en olvidarla, y para tal propósito me sumergí en la sensualidad de cualquier mujer que me prestara un poco de atención, pero ninguna me trajo la dicha que me dio ella, más bien mi tristeza aumentó. De pronto pensé que con el paso de los años me había vuelto rígido y dedicado únicamente a identificarme con los roles sociales, enfocándome sólo en mi trabajo. Sin embargo ella, con su sonrisa y gesto gentil, me recordó a la de aquellos niños que había visto por esas calles, a quienes les falta de todo y te regalan lo único que tienen, su sonrisa.

 Las mentiras del pasado nos habían robado la felicidad y parecía que la hubiésemos vuelto a recobrar. Salimos de allí cogidos de la mano, ansiosos por intentar aprovechar los años perdidos. Llamé a mis colegas del trabajo para decirles que me tomaba la tarde libre, ya todo me daba igual. Lo único que recuerdo después, es que conduje hasta que se hizo de noche porque ella vivía en los suburbios de la ciudad y que aquel viaje en coche, me pareció inolvidable.
Si hubiera podido borrar los desafortunados comentarios que desencadenaron tanto sufrimiento…Sin embargo cuando subí a su casa, al cerrar ella la puerta y estar por fin a solas, comprendí  en ese momento que todo aquello fue lo mejor que nos podía haber sucedido.
                                                                                                                                       Eduardo.

Beatriz Casaus 2012 ©

Inspirado en la canción "No Past Land" de Russian Red.



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