Invencible
El sol comenzó su avance solemne en los cielos a la hora
precisa en la que debía salir. Ni antes ni después. Luego miré el reloj para confirmarlo:
cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Contemplé aquel espectáculo de la
naturaleza con los ojos medio cerrados aún y me conmovió como si nunca antes
hubiera visto un amanecer en plena montaña. La visión era magnífica desde mi
posición. Se observaban los picos hacia el sur y hacia el este, bañados por el
tímido sol que asomaba en el horizonte. Sus rayos iluminaban todas y cada una
de las cumbres nevadas y los colores
cálidos del cielo teñían el blanco perenne de fuego y de luz. Estaba tan
congelada como el traje de neopreno me permitía estarlo, y me costaba reír,
pero en aquel instante creo que sonreí desde lo más profundo de mí. Gracias
a que el viento había cesado mi temperatura corporal era estable, sin embargo
me sentía tremendamente cansada y el dolor de cabeza persistía, lo que atribuía
en un primer momento a la falta de oxígeno. Debía comer algo. Se me había
quitado el apetito pero necesitaba recuperar fuerzas después del esfuerzo extenuante
de diez horas de ascensión. Calenté un
poco de caldo y cecina y me lo comí sin ganas. Me quedaban mil metros hasta
llegar al campo base y aunque eran los más complicados, me sentía pletórica porque
escasas horas antes, había sido capaz de superar todas las etapas y había
alcanzado la cima. Descender no era tan complicado si lo comparaba con todo lo
anterior.
Empecé a sentir unas ligeras ganas de vomitar y a estar un
poco mareada. Entonces, unas palabras golpearon mi cabeza junto con una imagen,
la de una flor de loto. Me acordé de la conversación que había tenido con un
hombre nepalí días atrás en Kathmandú. Desde esa conversación, me había apodado
como “Flor de Loto” y se refirió a mí
de ese modo durante todo el viaje desde la capital, al primer campamento base.
Después de largas horas de charla en las caminatas, no sé muy bien qué me dio
de beber porque saqué a relucir lo que no había sido capaz de contar a nadie en
todos estos años y que en un arrebato exploté: “Nací en el sitio equivocado. Desde pequeña recibí insultos de todo tipo
y no me demostraron amor, tan sólo grandes dosis de culpa y de miedo. Me
insultaban por todo y crecí sintiendo que era mala y que no me merecía nada
bueno. Mis padres se odiaban y se peleaban sin cesar. El ambiente era infernal.
No había amor en toda la casa y yo había adquirido toda clase de mecanismos de
pensamiento auto-destructivos porque los había mamado desde la cuna. Por eso había sacado malas notas en el instituto y no
podía concentrarme en la universidad. Sin embargo, encontré toda la fuerza
interior y salí de todo ello fortalecida como una roca. Luché por conseguir lo
que quería e incluso perdoné a mis padres porque ellos en realidad no eran
conscientes de lo que hacían. En vez de concentrarme en lo negativo, lo trascendí
y mi único objetivo se convirtió en dar amor y ayudar a la gente que había
sufrido como yo”. Recuerdo cómo el hombre me miró en silencio unos
instantes y desde aquel momento me bautizó con ese nombre. Le pregunté por qué
precisamente Flor de Loto… lo había escuchado mil veces antes pero no entendía
por qué lo atribuía a mi persona. Entonces fue cuando me contó: “La flor de loto es la flor más poderosa. Son
innumerables sus beneficios terapéuticos y es honrada en sitios como Tíbet o La
India. Es incluso, símbolo del desarrollo espiritual porque se abre paso desde
el fondo de la oscuridad del estanque, sube a la superficie del agua y se abre
después de haberse elevado por encima de su nivel, sin mantener contacto ni con
la tierra ni con el agua, a pesar de haber nacido de ellas. Lo importante de
esta flor mágica es que no nace en un
sitio bonito sino que nace de entre el barro, en los pantanos, como tú.” Aquella metáfora me dio sentido para
aceptar mi vida, la cual había sido un mar de lágrimas y una constante lucha de supervivencia.
Esa misma lucha de supervivencia me había llevado a la escalada. Necesitaba el
riesgo como forma de vida, necesitaba superarme, por ello me convertí en una montañista
y escaladora profesional.
Recordé también lo que me dijo acerca de la comprensión
mediante un ejercicio sencillo: “Imagina que aquel bebé hubiera tenido la suerte de
nacer en una familia en donde se le arropaba, en donde se le decía que se le
quería y se comportaban con él de forma amorosa. Aquel bebé sería fuerte y
seguro de sí mismo ¿verdad? Luego imagina el mismo bebé en la situación en la
que tú creciste. Créeme, no fue culpa del bebé haber nacido en un sitio o en
otro. Sin embargo aunque no te lo parezca, el bebé que ha nacido en
circunstancias difíciles viene al mundo cargado no con un pan debajo del brazo,
sino con la oportunidad de conocerse a sí mismo y de trascender el sufrimiento,
y aquel mérito lleva irremediablemente al éxito. Todo problema es en realidad
una oportunidad y cualquier hándicap es el camino directo hacia el espíritu.” No quería seguir ninguna filosofía, pero aquellas palabras me hicieron conectar con mi verdad.
Mi vista comenzaba a ponerse borrosa. Saqué un tubo de
oxígeno que llevaba en la mochila y comencé a respirar de él. Me estaba
afectando “el mal de altura” y debía combatirlo si no quería morir en aquel
sitio tan inhóspito y tan bello a la vez, así que respiré hasta que me empecé a
encontrar un poco mejor. El cielo estaba despejado y no había viento, era la
circunstancia idónea para el descenso. Miré a mi alrededor y el sol inundaba todo
con una luz cegadora que me obligó a ponerme las gafas para proteger mis ojos. Mis pies estaban fríos
y anclados en la nieve, aquello me recordó que estaba a ocho mil
cuatrocientos metros de altura y que no era seguro permanecer allí por más
tiempo. Vencí el mareo para agacharme y enterré debajo de la nieve un objeto personal de valor. “Nada
conseguirá hundirme. Ni esta nieve, ni este lugar, ni nada” me dije. Me levanté, y aunque mi cuerpo físico no
respondía muy bien a mis movimientos me sentí con fuerzas en aquel instante, así
que comencé la bajada. Encaré el sol y lo miré de frente. Respiré toda su fuerza
y la vitalidad se transformó en parte de mi ser. Era como si exhalara un olor penetrante... noté cómo mis pétalos se desprendían
de mí, suavemente. Sentí la libertad y me vi reflejada en aquel sol poderoso. Detrás mía dejaba la cima del Everest y atrás también dejaba, mi vida pasada en un segundo.
Beatriz Casaus 2013 ©
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