"In order
to reach the truth, it is necessary at some point in one’s life, to rid oneself
of all the opinions one has received, and to rebuild one’s entire system of
knowledge from the very foundations". (René Descartes)
No pegábamos en nada y sin embargo me negaba a admitirlo. Discutíamos
por todo: sobre política, sobre mi forma de vestir tan diferente a la de su
aspecto de niño bien, sobre mis peculiares ideas para intentar arreglar el
mundo a las que él tildaba de comunistas, por el estilo de vida que cada uno
llevaba, por nuestros antagónicos gustos musicales, pero sobre todo,
discutíamos por todas aquellas mujeres a las que él veía a escondidas. Debido a
eso, yo estaba a la que saltaba y se lo recriminaba cada vez que me venía a la
memoria, la mayoría de las veces sin venir a cuento. Se empeñó en beber dos
whiskys más y a eso de la una empezó a desbarrar y a decir sandeces. Le dije
que se fuera a dormir pero no me hizo caso alguno, esa noche estaba como enloquecido.
En la barra había una chica muy mona que flirteaba
abiertamente con dos chicos. En un alarde de feminidad y conocedora de que
estaba siendo observada, la chica se levantó del taburete en donde estaba sentada
y moviendo suntuosamente sus curvas se dirigió al baño, para recreación de sus
dos acompañantes quienes la contemplaban detenidamente alejarse. Él se la quedó
mirando embobado de forma descarada y yo comencé a sentir unos celos tremendos
que me subían desde el estómago y que me tragaba para que no explotaran a medio
camino entre mi pecho y la garganta y saliesen en forma de gritos. Sentía celos
por aquella chica, por su cuerpo, o por lo que fuera que a él le hiciera
mirarla de aquella manera. Fue en ese momento cuando me di cuenta de todo.
Observándola desaparecer tras la puerta del aseo unas preguntas llegaron a mi
cabeza: ¿Por qué las mujeres envidiamos la
belleza de otras mujeres? ¿Por qué no envidiamos el trabajo, la creatividad o
la inteligencia como hacen los hombres? Es como si percibiéramos la belleza
de otra mujer como un peligro hacia nuestra pareja. ¡Qué gilipollez! pensé para mí. Aquella chica había generado en mí
una interpretación falsa de amenaza cuando en realidad aquello sólo fue una
creación mental mía a la que casi respondo como si fuera una amenaza real física.
En realidad, esa chica no era el problema entre él y yo, ella no tenía culpa
alguna de que estuviera tan buena y de que él se fijara en su cuerpo. El
problema residía en él y la pregunta era
si yo quería estar con alguien así: tan pendiente del físico de otras mujeres,
que no me valoraba, y que además tuviera la necesidad de acostarse con
cualquiera a la primera de cambio. La respuesta me vino a la cabeza de
inmediato y de forma rotunda: desde luego
que no.
En ese momento cogí mi bolso, me levanté decidida y le miré
a los ojos fijamente mientras le dije que no me merecía eso. Él entró en cólera
y me agarró del brazo con fuerza para no dejarme ir mientras me gritaba que
estaba loca y que mis celos eran patológicos. Una hora después, su mejor amigo vino
a buscarlo para llevárselo a casa. Hacia las cinco de la mañana me llamó por
teléfono para decirme que estaba muy mal y que me echaba de menos. La historia
se repetía ad infinitum. Por las noches bebía, desfasaba y cuando se le pasaba
el pedo se acordaba de mí. Poco a poco el amor ciego que sentía hacia él se transformó
en una mezcla de odio por todo el daño que me hacía y un ligero sentimiento de
benevolencia por encontrarle tan perdido. Debido a sus súplicas, accedí a verle
al día siguiente sin ninguna gana. Quedamos en el mismo bar. Se pasó horas
hablándome y lo volvía a hacer con el intermediario de un vaso de whisky en su
mano, repitiéndome de forma consistente que me quería y que nunca había sentido
nada parecido por ninguna otra mujer. Esa fue la última vez que le vi antes de
mi ataque. Con él tenía activado de forma habitual mis mecanismos de
supervivencia en todos los sentidos. A partir del instante en que pisé el
hospital no volví a responder a ninguna de sus llamadas.
El doctor que me atendió me explicó que cuando se activan
los mecanismos de supervivencia, también conocidos como estrés, el corazón
puede trabajar cinco veces más que en estado normal y que esa anomalía repetida
de forma continuada, acaba generando patologías cardíacas. Aquel doctor resultó
ser un filántropo y conmovido ante mi sufrimiento se ofreció a hacerme una
confesión con el único requisito de que yo también debía hacerle una, ya que
según él, todo en la vida era un intercambio, así que accedí y me dijo: “Las heridas emocionales cuestan mucho
esfuerzo y mucho trabajo en repararse. Por eso pongo toda mi intención en ser
amable y gentil con las personas que me rodean y a rodearme de aquellas
personas que también sean así conmigo”. Esas palabras me removieron por
dentro y las conservé desde entonces como un regalo. En ese momento no le
encontraba sentido a mi sufrimiento, mi corazón estaba roto y enfermo y lo que
era peor, mi corazón físico también lo estaba. Yo había hecho muchas
confidencias a lo largo de mi vida y no se me ocurría ninguna para contarle en
aquel instante, pero indagando un poco en silencio, recordé la única que nunca
había tenido el coraje de admitir a nadie y que aquel doctor desconocido iba a
ser el elegido de escuchar: “Yo he sido demasiado
dura conmigo misma durante todo este tiempo y demasiado blanda, para rodearme de
personas como él”.
Beatriz Casaus 2012 ©
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