domingo, 10 de marzo de 2013

La Dolce far niente


Los invisibles átomos del aire
en rededor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en olas de armonía
el rumor de besos y el batir de alas;
mis párpados se cierran...¿Qué sucede?
¡Es el amor que pasa!

(Gustavo Adolfo Bécquer)

La Dolce far Niente

No podía deshacer las maletas, acostumbrarme a aquellas vistas y pretender que me iba a quedar allí para siempre. La idea era fascinante pero a mi vuelta los montones de legajos y expedientes se habrían apilado inexorablemente en la mesa a esperas de que tomara importantes decisiones sobre ellos. No importaban las coordenadas exactas de mi paradero, la situación, el lugar, la fecha, ni la hora, ni siquiera si se trataba de un lugar tan paradisíaco como en el que me encontraba. Aquello era secundario si lo comparaba con la razón de mi exilio temporal. Me sentía desubicada, intranquila, perdida, ¿cómo uno puede hacerse a la idea de que se puede estar desubicada en el paraíso? Conocía a la perfección mi emplazamiento preciso gracias a las incesantes búsquedas en Google map y de la Travel Guide que se había convertido en prolongación de mi mano derecha pero yo mientras parecía desentenderme de los eventuales ajustes con la realidad que me rodeaban. Eso sí, las interminables horas de vuelo y sus correspondientes cambios de horario indicaban que estaba muy lejos de mi hogar, sobre todo si me quería comunicar de algún modo con alguien porque no entendía ni una palabra de lo que hablaban y su inglés no era, digamos, lo suficientemente comprensible. “No sé qué hago aquí” me repetía incesantemente mientras mi desasosiego aumentaba a medida que las horas pasaban y que la culpa hurgaba con su dedo en la profundidad de mi herida subyacente. ¿Era posible estar en un lugar como ese y sentirse tan perdida? desde luego el personaje ficticio de Robinson Crusoe bien lo sabía porque lo había vivido en sus carnes durante veintiocho años. “El paraíso también puede ser un lugar hostil si se está sólo”. Estoy segura que el propio Crusoe como yo, lo habría pensado en algún momento de su cruzada.

Mi viaje había comenzado por una pregunta y esa pregunta era mi único acompañante durante la travesía. Entonces, delante de mí apareció él y comprendí que estaba destinada a comenzar la realización de un sueño que acariciaba desde hacía años. ¡Cuánto había cambiado desde la última vez que nos vimos! Aún así, seguía siendo muy atractivo y su sola presencia embadurnaba el ambiente de una sensualidad embriagadora. Una atracción imposible de ignorar obligaba a acercarnos peligrosamente y cuando agarró con sutileza mi cintura, sentí electricidad atravesar todo mi cuerpo. Aquella fue la señal. Mi duda era si logrado mi sueño, esa energía habría perdido súbitamente su vigor o si sería el comienzo del asedio de mi perdición. Sólo teníamos un día. Para ello había recorrido miles de kilómetros, rellenado formularios de aduanas, había sido vacunada de múltiples enfermedades, hablado con diferentes traductores en hoteles, cogido autobuses más calurosos que el propio infierno y anulado mis horas de sueño. ¿Qué se puede hacer en un día para que contrarrestase todos aquellos requisitos previos? Nada. “La Dolce far niente” o el placer de no hacer nada. Sólo estar juntos, disfrutar de cada una de sus miradas, de nuestra conversación, de estar abrazada a él y de besarle como si no le fuera a ver nunca más, porque en realidad eso sucedería al día siguiente. 

Cogimos un bote a motor e hicimos el amor mar adentro donde los únicos testigos de nuestro éxtasis fueran el cielo, el sol y el mar. Más tarde fuimos a una isla remota y pasamos las horas abrazados, sin más, pero juntos. No hicimos nada especial y no nos hacía falta porque sólo queríamos disfrutar de nuestra compañía. El ambiente paradisíaco era propicio pero creo que aun habiendo estado en un zulo lo hubiera disfrutado de igual modo. Seguía teniendo una piel suave y aunque era muy peludo, acariciarle se convertía en un placer para mis sentidos. Estábamos luchando a contrarreloj para aprovechar los únicos instantes que jamás volveríamos a tener, mientras una extraña melancolía parecía apoderarse de nosotros aunque no quisiéramos darnos cuenta. Él se casaba al día siguiente y yo tenía una familia a miles de kilómetros de distancia que me necesitaba. Cualquiera nos habría juzgado y tachado de infieles, incluso en algunas culturas a mí por ser mujer me habrían apedreado. Pero aun así hubiera merecido la pena pasar por el calvario de la culpa. Aquel recuerdo ya era parte de nosotros y de nuestras vidas porque durante años habíamos ansiado haberlo vivido. Las ganas superaban los juicios de lo que estaba bien o mal o de los convencionalismos establecidos. Lo mantendríamos para siempre escondido como nuestro secreto más especial al que nos aferraríamos en los peores momentos. Nuestra cuenta pendiente saldada.

Al marcharse, le miré por última vez y parecía tener veinte años más. Mientras su silueta se iba difuminando por el camino a mí el mundo se me cayó encima de golpe y me sentí como a un niño al que se le da el mejor regalo que alguien puede desear y se le arrebatara al instante, o como tocar el cielo y luego darse de bruces con la cruda realidad al caer en la tierra. Sin embargo, de camino al hotel contesté a la pregunta con la que había comenzado el viaje. ¿Merece la pena haber vivido algo aunque luego duela o no haberlo vivido nunca para evitar así el sufrimiento? La respuesta para cualquier persona cabal hubiera sido clara: no, nada justifica el sufrimiento, ni la más dichosa experiencia, sin embargo para mí la respuesta llegó sin dudarlo, y con tremenda firmeza afirmé para mí misma, aunque lo hubiera proclamado a voces a los cuatro vientos si se hubiera requerido: “Desde luego que sí, ahora yo soy rica”. A mi izquierda contemplé cómo un ganado se revolcaba en un charco y algunos aldeanos se bañaban en esa misma agua y me visualicé a mí misma como una burguesa en una aldea perdida del paraíso. Me di cuenta que yo era una habitante de ciudad, por mucho que me costara admitirlo, a la que se le empezaba a encorvar el cuerpo bajo el ardiente sol. Miré a mi alrededor y  aunque el paisaje era sublime, yo seguía siendo un náufrago perdido que tenía ganas de volver a casa y abandonar el paraíso.

Beatriz Casaus 2013 ©


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