¿Qué prefieres, tener la razón o ser feliz? (Anónimo)
"Quien no encaja en el
mundo, está siempre cerca de encontrarse a sí mismo". (Herman Hesse)
Era viernes por la tarde y yo acababa de salir del trabajo, los
viernes el horario era reducido y como un animal muerto de hambre, decidí
llamar como un recurso de supervivencia a mi madre, quien me sedujo al instante
con la idea de hacerme unos espaguetis si iba a visitarla. Aquella era una
oferta a la que no podía negarme sobre todo sabiendo que en mi nevera no había
nada que fuera comestible o que se fuera a caducar en los próximos días. “Mira tu hermana, tiene 35 años, está casada,
vive en su propia casa y tiene un hijo, tú deberías ir haciendo lo mismo o al
menos ir pensando en ello que ya tienes una edad”. Sentenció mi madre sin anestesia
mientras me servía el plato de espaguetis en la mesa, sin medir el efecto que
aquellas palabras producían en alguien que se replanteaba su vida a cada
segundo como una fusta para auto flagelarse. “Las vecinas no paran de comentarme que qué hija más guapa tengo y que si ya tiene novio formal”. Por
estos y peores comentarios las visitas a casa de mi madre eran cada vez más
reducidas y espaciadas en el tiempo. Siempre había sido la loca de la familia,
la oveja descarriada que hacía lo que quería y la rebelde sin causa. Aquella
visión que tenían de mi persona no me molestaba si no fuera por aquellos
comentarios insufribles que iban asociados a ello. Engullí los espaguetis como
pude y me tomé el postre casi sin rechistar. Mi madre no tenía la culpa de
pensar cómo pensaba, según su punto de vista estaba haciendo lo correcto y en
realidad sólo lo hacía porque se preocupaba, así que al despedirme solía darla
un abrazo y decirla que yo estaba bien y que no se preocupara, así ella se
quedaba relajada y de paso, yo también. Repetía esa frase con asiduidad en mi
cabeza como un mantra aunque en realidad no me sintiera así. “Estoy bien, estoy bien” y al final de
tanto repetirlo uno hasta se lo cree. Aunque ella no se lo tragaba del todo y
se despedía preguntándome que si realmente estaba bien porque me veía demasiado
delgada y que comiera más. Llegué a casa
cansada de toda la semana, me tumbé en el sofá y justo cuando estaba a punto de
conciliar el sueño, sonó el teléfono. Cuando te acaban de despertar de la
siesta no sueles contestar todo lo amable que se espera, así que en vez de un
agradable ¿Sí, diga? Escupí un seco: ¡Sí! ¡Diga!. Mi hermana se asustó y me
preguntó que si estaba bien. Era la segunda persona en ese día que me lo
preguntaba a lo que le contesté con total sinceridad que me acababa de
interrumpir la única siesta de la semana que tenía, y que por favor me contara
la razón de su llamada. Empezó a contarme cosas sin sentido, como intentando
dar vueltas a algo sin decir nada en realidad y noté como su voz se quebraba y
se quedó en silencio. “¿Qué te pasa?”
Le pregunté. “Nada, nada”. “¿Cómo que
nada, pero si estás llorando?”“No, no estoy llorando, es que estaba pelando cebollas”.
“Ah, que estás cocinando a las 5 de la tarde…” “Sí, estoy haciendo una tortilla.
A Dani le gusta y me la ha pedido”. “¿Me vas a contar qué te pasa?”Insistí. Ese fue
el comienzo de un diálogo que duró dos horas y cuarto. Mi hermana estaba
superada con su maternidad y papel de ama de casa, se dedicaba en cuerpo y alma
a su hijo y había dejado de lado todas sus inquietudes y trabajo para
dedicárselo a su marido y bebé, el cual absorbía las veinticuatro horas de su
día, lo que la hacía sentir desbordada. Para una persona como mi hermana, con
tanta capacidad intelectual, tener que dedicar todo su tiempo a un trabajo
físico, aunque fuera tan enriquecedor como es cuidar a un hijo, la hacía sentir
incompleta o insatisfecha. Yo la entendía perfectamente, porque aquel era mi
miedo respecto a la maternidad también. Hablamos, se desahogó e incluso al
final nos estuvimos riendo un buen rato. Lo bueno de nuestra familia, es que
incluso en las peores situaciones de la vida, siempre hemos encontrado alguna
razón para reírnos. Una vez, a mis hermanos y a mí hasta nos echaron de un
entierro, y es que aún no entiendo por qué no se puede uno reír en un entierro,
estoy segura que a la persona que se va, le gustaría más que ver a sus seres
queridos pataleando de dolor. En otras culturas, cuando alguien se muere incluso
le hacen una fiesta, pero aquí en occidente es todo sobrio, lúgubre y trágico.
Aunque claro, entiendo la pérdida y el duelo que hay que pasar. Cuando murió mi
padre fue un proceso desgarrador, pero le despedimos con una sonrisa e
intentamos seguir nuestra vida con cariño a su recuerdo y sin la necesidad de
ir contando a todo el mundo lo que había pasado engrandando el dolor de su
pérdida. Pasó y punto. Siempre he creído en esa frase de que: “No son las situaciones las que te hacen sentir
de un modo u otro, si no el modo en el que tú te las tomas” y de todo se
sale, eso lo tengo más que comprobado. Había quedado a las 6 de la tarde para
ir al cine con dos amigas. Cada cual más peculiar. Una, era azafata de vuelo y
vivía inmersa en la vorágine de la persecución de la belleza física, la
juventud y siendo víctima de la presión social por conseguir el aspecto físico
perfecto, tanto para su trabajo como para su vida personal. Para ello se
gastaba más de la mitad de su sueldo en adquirir el último trapito de moda y
consumía en los centros comerciales sin saciarse, casi como una droga. Se había
hecho cuatro operaciones de estética y aún se seguía sintiendo poco atractiva.
La otra, estaba absorbida por su trabajo y no la veía desde hacía bastante
tiempo, por esa misma razón. Su único tema de conversación giraba en torno a su
empresa y no entendía como una persona como yo, que según ella estaba
capacitada para desarrollar un trabajo más cualificado, me contentara con tener
una posición mediocre en una empresa sin ningún beneficio, según sus propias
palabras. En realidad tenía toda la razón del mundo desde un punto de vista
material, pero mi opinión era diferente. Antes de entrar en el cine, cuando
estábamos haciendo la cola, Luisa, la azafata, empezó a llorar sin razón
alguna. María se percató pero no la hizo mucho caso. Yo intenté consolarla pero
María me interrumpió, “Déjala, ¿no ves
que tiene que estar sonriendo todo el tiempo en su trabajo?, necesita
desahogarse con las únicas personas con las que puede hacerlo. Todo el mundo esconde
los sentimientos negativos y en algún momento tienen que salir”. Me pareció desolador lo que me acababa de decir,
pero tenía razón, Luisa lo único que necesitaba era llorar en aquel momento y
no sabía muy bien por qué, así nos lo explicó. Nosotras simplemente la escuchamos
y abrazamos, ni tan siquiera ella sabía la causa exacta de su llanto,
simplemente le había salido así .Nos explicó que como vivía sola y pasaba mucho tiempo sola en
los aeropuertos y en su trabajo las relaciones eran superficiales, en cuanto tuvo
un contacto más real, necesitó llorar. Tras aquella anécdota que me dejó un
poco tocada, nos metimos en el cine de versión original. Es una pena que las
películas se doblen y que los únicos sitios donde se proyectan cintas
originales sean en cines pequeños donde acude poca gente, aunque aquello
también tiene su encanto, todo sea dicho. Tras la película nos fuimos de cañas.
Conseguí que Luisa se lo pasara bien y que María se interesara por hablar otros
temas y como siempre, yo llegué a casa
más contenta de lo debido. Cuando abrí la puerta, me encontré a Isaac desnudo
esperándome con pose sexy y con la casa abarrotada de velas por todas partes. No
sabía si reír o qué hacer, la situación era bastante embarazosa pero me había
hecho ilusión. Isaac nunca había usado las llaves de casa antes, excepto para
aquel día en el que me quedé encerrada en el cuarto de baño, en el que tuvimos
que llamar al cerrajero para que rompiera el cerrojo y sacarme. Encontrármelo desnudo
con su incipiente barriga y su sonrisa blanqueada no me excitó sino que me
dieron ganas de reír. Así que eso fue lo que hice. Pero a Isaac poco le importó
y se abalanzó sobre mí en ese momento. Para mi sorpresa se quedó toda la noche.
A la mañana siguiente se fue de casa sin tomar café, con prisa por no llegar
tarde para no despertar a sus hijos. Mentía a su mujer diciéndole que se iba de
fiesta con sus colegas de trabajo pero él estaba convencido de que ella no le
mentía a él. “Para ella la fidelidad es
muy importante, si se enterara me mataría, además como la tengo contentísima en
la cama no creo que ni se le pase por la cabeza”. Me comentó en una
ocasión. Y yo me quedaba con cara de
tonta cada vez que salía por la puerta. Nunca sabía exactamente cuándo le iba a
volver a ver o si esa iba a ser la última vez. La culpabilidad hurgaba en mi
conciencia y me sentía como “la otra” irremediablemente. Me levanté, me duché y
me miré al espejo. En ese momento recordé el dibujo extraño de su espalda
arqueada, sus gruesas manos y el modo con que tocaba la superficie de mi
anatomía. Miré a aquella mujer que estaba en frente de mí en el espejo como si
fuese una desconocida y lo hice de forma objetiva. Logré posicionarme en el
punto del observador que miraba el espejo y no desde mí misma o desde mi punto
de vista subjetivo. Pensé en él otra vez, también de forma objetiva y me di
cuenta que no me hacía feliz aquella situación, ni esa relación ni todo lo
demás. Que mi vida no era lo que yo esperaba que fuera y que probablemente si
me operara, tuviese mejor físico, consumiera más, trabajase más o me casara y
tuviera hijos como mis dos amigas, mi hermana o mi madre me señalaba, tampoco lo sería. Debía
haber algo más. Algo que se me escapaba. Miré mi cuerpo desde fuera sin ningún
tipo de juicio. Observé, simplemente. Sin ningún pensamiento que se colara por
mi cabeza me di cuenta de que la realidad
no era ni buena ni mala, de que esa imagen que estaba mirando de mi propia persona,
la percibía través de mis reflejos condicionados y de forma subjetiva. Que como
la realidad, aquel reflejo que se presentaba ante mí o mi vida, no era más que
una imagen a la que ahora le había cambiado el punto de vista de observación y
con ello su perspectiva. Aunque el reflejo fuera el mismo que había estado
mirando durante todos estos años, mi forma de verlo había cambiado y por lo
tanto de sentirme. No sé cómo, no lo recuerdo, pero un momento después me caí y
me debí dar un golpe contra el suelo bastante fuerte porque me quedé todo el
día acostada. La gente de mi alrededor me dice que el golpe que me di me trastocó
pero yo les digo que fue antes del golpe que cambié. Ellos no me entienden ni
me creen, pero me da igual. Yo sólo sé que ahora cuando visito a mi madre y me
pregunta si estoy bien, ya no me esfuerzo en repetir nada, la sonrío y ella se
queda tranquila.
Beatriz Casaus 2013 ©