El Sol se encontraba a la mayor distancia angular negativa
del ecuador celeste, era el día del solsticio de invierno y el joven muchacho
había llegado por fin a su destino después de una larga y tediosa travesía por
las tierras del Norte. Ahí estaba ella, impávida como un gélido trozo de iceberg,
anclada en la superficie de un mar helado. Sus ojos, a pesar de la frialdad que
albergaban, le parecían grandes, femeninos y prometedores pero emanaban un deje
de tristeza y soledad que confundían. Le habían avisado del peligro de mirarla
a los ojos directamente, se quedaría helado al instante al mirarlos, convirtiéndose en
piedra. En aquel lugar, pareciera que no existía otra estación del
año excepto el invierno. Aquella bella princesa que antaño era conocida como
gentil y adorable, se había convertido en la princesa pálida de hielo y con
ello, toda la tierra hasta los confines del horizonte se había vuelto estéril.
Tenía su rostro helado como si algo terrible hubiera pasado en algún momento, y como si su corazón se hubiera convertido en cristal congelado y frágil. Pero el muchacho no sabía de límites y obstáculos, su misión era besar sus entumecidos labios con el fin de volver a traer la esperanza a aquel suelo sin frutos y nada ni nadie se lo impedirían. Se acercó a ella con sigilo y con empeño en conseguir su objetivo, pero de pronto, experimentó una verdad humillante para él. El miedo le paralizó y sintió la posibilidad del sufrimiento del desamor y la pérdida de la inocencia. Aquello le hizo detenerse asustado a sólo unos pocos metros de ella. La princesa congelada, lo rodeó con su poderosa serenidad observándole con mirada fija. Aunque apartó la mirada de sus ojos, sintió todo lo que había en el interior de aquella dama aterida, incluso oyó sus pensamientos. Sintió cómo la capacidad de amar con confianza de la princesa se había congelado y escuchó un pensamiento que decía: “No es buen momento para el amor ni para dar frutos”. Pero el muchacho no se aminoró, era valiente y se adentró en la parte de su psique, la que se escondía bajo las gruesas capas de hielo para no sentir dolor, que estaba anestesiada por el frío. En ese momento se armó de valor y decidió mirarla con firmeza, sin temblar y directamente a los ojos, convencido de su propósito y con fe en sanar la parte de ella que tenía miedo a amar.
Tenía su rostro helado como si algo terrible hubiera pasado en algún momento, y como si su corazón se hubiera convertido en cristal congelado y frágil. Pero el muchacho no sabía de límites y obstáculos, su misión era besar sus entumecidos labios con el fin de volver a traer la esperanza a aquel suelo sin frutos y nada ni nadie se lo impedirían. Se acercó a ella con sigilo y con empeño en conseguir su objetivo, pero de pronto, experimentó una verdad humillante para él. El miedo le paralizó y sintió la posibilidad del sufrimiento del desamor y la pérdida de la inocencia. Aquello le hizo detenerse asustado a sólo unos pocos metros de ella. La princesa congelada, lo rodeó con su poderosa serenidad observándole con mirada fija. Aunque apartó la mirada de sus ojos, sintió todo lo que había en el interior de aquella dama aterida, incluso oyó sus pensamientos. Sintió cómo la capacidad de amar con confianza de la princesa se había congelado y escuchó un pensamiento que decía: “No es buen momento para el amor ni para dar frutos”. Pero el muchacho no se aminoró, era valiente y se adentró en la parte de su psique, la que se escondía bajo las gruesas capas de hielo para no sentir dolor, que estaba anestesiada por el frío. En ese momento se armó de valor y decidió mirarla con firmeza, sin temblar y directamente a los ojos, convencido de su propósito y con fe en sanar la parte de ella que tenía miedo a amar.
Al querer compartir con ella su dolor y sentir sus
sentimientos enterrados, la energía volvió a fluir sorpresivamente y el corazón
de la princesa empezó a palpitar de nuevo. El hielo comenzó a derretirse de su
rostro, sus ojos se llenaron con chispas de luz y sus labios, rojos como fresas, se entreabrieron a
la espera de un beso. El muchacho había
escarbado los momentos que la congelaron y al encararlos, la curó. Al
besarse, el mar helado se empezó a convertir en agua de vida y comenzó a proporcionar
alimento a los árboles, arbustos y prados. El grano y las semillas volvieron a
surgir de la tierras y el verdor se extendió uniforme sobre todo el terreno.
Sobre ellos empezó a lucir la luz del sol radiante, y el amor volvió a emerger nuevo, como una primera experiencia o como cada vez que vuelve a ser primavera, cuando parece ser la primera vez que sentimos sus regalos.
Sobre ellos empezó a lucir la luz del sol radiante, y el amor volvió a emerger nuevo, como una primera experiencia o como cada vez que vuelve a ser primavera, cuando parece ser la primera vez que sentimos sus regalos.
Beatriz Casaus 2014 ©
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