“Sería tan sencillo encontrar la calma en el mundo de la imaginación.
Pero yo siempre he tratado de vivir en los dos mundos al mismo tiempo y no abandonar
uno de ellos por culpa del otro.” (Milan Kundera)
Esta frase la dijo el escritor checo Milan Kundera, autor de “La
insoportable levedad del ser”. Me siento identificada con este escritor, quien
como yo, tenía fascinación por el vínculo imposible entre fantasía y lucidez. Aquellos
quienes vivimos en dos mundos a la vez: el real y el imaginario. Este
cuento-relato-poesía de verso libre es un ejemplo de ello. ¡Un abrazo!
Dibujo roto
Fue cuando ella le apartó el pelo de la frente.
Le gustaba observarle
sin perderse ni un ápice de su imperfecta simetría.
Sus hoyuelos, antes de existir, habían sido primero soñados por los ángeles y después,
se habían hecho carne gracias al lápiz invisible de la
ternura de una madre que le parió con mucho amor.
En aquella sonrisa se disolvían los deseos de escaparse.
Todo él
era el tapiz del cielo para perderse.
Pareciese, que con solo tocarle, se fuera a desvanecer de unos dedos esquivos y no merecedores del
éxtasis del universo.
Aquella mirada era la causa exacta para perder el juicio. Causaba rubor y pasión irracional a la vez.
Y su voz, solo comparable a la inmensidad de la trascendencia.
La gracia, la elegancia y el talento, todo diseñado para una misma
persona.
Así de injusto era para el resto de la humanidad. Y así de afortunado era él.
Se podía cantar en sus formas y soñar sobre los trazos perfectos de su
figura.
Sus besos eran cálidos, suaves e intensos, de la misma naturaleza que
la eternidad.
No sentía que estuviera exagerando ni que fuese idolatría,
sino que estaba siendo meridianamente justa ante la encarnación de la magia de la alquimia
materializada.
Sabía que solo se trasciende aquello a lo que se puede ofrecer gratitud
y ella sentía gratitud por cada respiración a su lado.
Así que su paso por la certeza del cielo existía.
Era él su sueño,
su obsesión y sus pensamientos intrusivos, a la vez.
Los remordimientos no le permitían olvidarse de que estaba esposada/casada.
Lo que había sido su principal logro, ahora era su mayor dolor.
Cuando le conoció, estuvo llorando sin consuelo por el sentimiento de culpabilidad.
Ella quería a su marido y no quería hacerle daño.
Había invertido mucho tiempo en diseñar el resto de sus días compartiéndolos
junto a su esposo.
Con la cercanía que regalan los años juntos,
la seguridad del conocerse tanto como para lanzarse al precipicio de ser uno mismo
y el consuelo de lo
conocido y lo familiar.
La sensación de sentirse en casa con alguien y que con tan pocos sucede.
Ese poso del eterno cariño de los años que engaña con una falsa seguridad.
Aunque en realidad, nada lo sea.
Sin embargo, el embrujo del enamoramiento le cautivó de tal
forma, que pensó que se había vuelto loca.
No podía dejar de pensar en él y de diseñar otro futuro
alternativo.
Era la razón que le hacía perder la sin razón que albergaba.
Se había convertido en fugitiva de su casa y prófuga de su esposo.
Se debatía día y noche en una lucha sin tregua entre sus más profundos y poderosos deseos
y el ferviente uso de la razón.
La que le recordaba que tanto la diferencia de edad como una vida normativa encauzada,
debía ser su sino.
Solo compartían viejos sentimientos.
Le había costado mucho conseguir esa vida que tanto esfuerzo y tiempo le
costó construir.
Él le agarró sutilmente del cuello.
Ya no importaba el tiempo que les
separaba de sus nacimientos.
Le recostó a su lado y los dos se fusionaron en la misma ecuación
del infinito.
Allí se quedaron largo rato,
hasta gestar los deseos del fuego de las lenguas.
Se perdieron el uno en el otro, tanto y tantas veces que a ella le
costó encontrarse incluso en sus carnes.
Mirarse al espejo, suponía partirse en varias mitades.
Las de unos,
las de otros, y la de ella.
Por más que lo intentó, la lucha llegó a hacerle mella a su paz.
Y
ella sabía que todo aquello que quitase paz, no era conveniente.
Se dio cuenta que no podía seguir atrapada en un dibujo abstracto, tan perfecto pero difuso a la vez.
Más perteneciente al mundo onírico que al
real.
Su marido sin embargo, era un cuadro realista.
Lo que se veía era lo que había.
Sin dobleces, sin profundidad, sin ilusiones y sin esperanza.
La cruda y sincera realidad, que tanto abrumaba.
Amar tanto, suponía olvidar todo lo demás.
Pero vivir
en el secreto no era para valientes, sino para locos sin corazón.
Lo amaba tan profundamente que no era capaz siquiera de calcular el fondo de ese abismo.
Le miró por última vez para recordarle bien y le dijo que se verían más tarde,
pero ese más tarde nunca ocurrió.
Como tantas otras cosas que se dicen y no se cumplen.
Que se
quedan en el olvido marchito de las palabras difusas.
Dentro de sus fueros internos, los dos sabían que se verían en otro espacio y en otro tiempo.
Porque sus líneas se pertenecían.
Cuando los trazados de sus cuerpos se hubieran esfumado
y donde
solo los esbozos diseñados primero por los ángeles existían.
Donde el mundo de las formas no era importante.
El lugar donde se
construían los sueños y las ideas.
Allí donde los sentimientos de dolor no existían.
En ese mundo de absoluta potencialidad, donde todo es posible,
ellos
compartirían el mismo lienzo en blanco.
Se convirtieron en el pensamiento incesante el uno del otro para
siempre.
Serían su pensamiento positivo respectivamente y la causa de su dolor,
al mismo tiempo.
Al menos compartieron sus trazados en una realidad opaca.
Y la convirtieron en poesía.
Serían, como un dibujo que no debió nunca romperse.
Beatriz Casaus 2024 ©
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