viernes, 7 de octubre de 2011

Marrón oscuro como el chocolate

Soy un hombre afortunado, nada en la vida me ha sido fácil”, Freud.

 Madrid, 1988.
En las intrincadas paredes de las habitaciones se esconden historias que entierran los fantasmas del pasado. Historias que se recubren de un tono crema pastel. Los recuerdos, como heridas manchadas de tinta negra que impregnan con su color los corazones de quien los albergan, existen en cada familia por acomodada o humilde que sea y muchos de ellos han sido enterrados en la mía. Me dispongo a ser la memoria perdida de mi abuela, quien parece no tener conciencia del transcurrir del tiempo mientras se pasa las interminables horas en su mecedora negra de madera. Mecedora de la que ni mi madre se ha conseguido librar tirándola a la basura. Como hace casi con todo en su particular afán por intentar deshacerse de sus preocupaciones.

Oviedo, 1971.
 
   Los colores vestían cada rincón de la casa. La cocina, pintada con un tono verde cálido como si de un cafetal colombiano se tratara, envolvía los aromas de las especias que mi madre impregnaba en demasía en todas sus comidas caseras. La biblioteca, el único lugar de la casa al que mi padre no pisaba, daba sensación de hastío nada más entrar. Estaba atestada de libros con tapas rojizas que mi padre se obsesionó en forrar, al igual que las paredes, recubiertas de una madera rígida de tonalidad roja cereza. Conocedor de que el rojo producía la sensación visual de acercar los objetos y de frenar impulsos, y que por ello se utilizaba a modo de stop en la luz de los semáforos, pensó que si forraba todos sus libros de ese color, podría parar el hambre atroz que mi madre albergaba por la lectura. Los cuartos de baño, decorados con muebles refinados de un blanco inmaculado al igual que las baldosas de mármol y los azulejos, trataban de emular un aspecto virginal para mostrar decoro en el único sitio de un hogar en donde uno podía estar totalmente desnudo. Los pasillos, largos y estrechos y en donde siempre hacía mucho frío, parecían templos griegos por la multitud  de columnas jónicas innecesarias que lo adornaban. Los marcos de las puertas estaban pulidos a mano y bañados en oro. La casa estaba repleta de muebles de estilo isabelino y decorada con un gusto exquisito por mi abuela que fue decoradora de joven, y era motivo de envidia para la gente del pueblo, en especial para las señoras que a veces le pedían sal o limón a mi madre como excusa para entrar y ver la casa.
 Sin embargo, aquella gente no sabía que en ese hogar se enterraban cosas, sentimientos. Mi padre provenía de una familia militar y cuando hablaba, lo hacía como si estuviera dando órdenes constantemente. Daba igual lo que pasara o cómo te sintieras porque todo estaba bien y si no era así, no se decía. No se podía hablar de nada más que del tiempo, o de temas triviales. La política era un tema tabú al igual que lo relacionado por supuesto con el sexo o las emociones.  Allí nunca pasaba nada, o más bien, se ignoraba. A veces a mi madre le daban ganas de aporrear las puertas de aquella carísima madera de roble o de romper a pataletas los baldosines de gres esmaltados y gritar a pleno pulmón, pero tenía la extraña sensación de que aunque lo hiciera, nadie le daría importancia y de que los tabiques eran demasiado anchos para que nadie en el exterior oyera lo que pasaba ahí dentro.
Yo aún estaba en el vientre de mi madre pero intuía a ciencia cierta que no era un bebé deseado. Mi madre no dejaba de fumar e incluso lo hacía mientras cocinaba y mi padre le gritaba constantemente que apagara el cigarrillo. Mi padre odiaba el tabaco, le recordaba a la gente de la ciudad y él odiaba la ciudad. No aguantaba la polución ni la gente desconocida, así que cuando le diagnosticaron a mi abuela su enfermedad respiratoria, encontró la excusa perfecta para mudarse a un pueblo. Aún no sabían cómo iban a decorar mi cuarto ni de qué color iban a pintar las paredes y discutían entre el rosa o lila por si naciera niña o el azul o verde claro, si fuera varón. Peleaban por todo  y mi madre se empezaba a esconder en la cocina a llorar. Mientras tenían sus discusiones, mi abuela deambulaba por la casa hablando sola. Decía que perdió muchas cosas en la vida, un novio en la guerra que se parecía a Clark Gable, a su madre cuando era muy joven y a una media-hija por un mal hombre. Cuando mi madre intentaba consolarla, ella le repetía que no hacía falta, pues la vida se le asemejaba a aquellas películas de Nicholas Ray de los 50, en las que los finales no siempre eran felices. Por eso rehusaba ver películas. Una vez vio “55 días en Pekín” y no concebió que Ava Gardner al final de la película se muriera, así que desde entonces se negaba a ver las películas terminar, incluso si estaba en el cine. Bastante tenía ya con la vida real como para pagar para ver dramas, le decía.
Mi madre lloraba mucho, empezó a hacerlo no sólo en la cocina, sino en toda la casa pero lo hacía a escondidas, tragándose los sollozos. Comía mucho chocolate por sus antojos y por la pequeña satisfacción instantánea que le daba y engordó unos kilos. Mi padre le decía que aunque estuviera embarazada no le gustaban las mujeres gordas y que cuando diera a luz empezara una dieta estricta y se quedase tan delgada como cuando se conocieron. Aquello provocó más ansiedad en mi madre y siguió comiendo chocolate, en mucha más cantidad.

Madrid, 1988.
Me pregunto cuál es la razón por la que algunos padres tienen hijos. Algunos tratan de arreglar sus matrimonios con una inocente criatura de por medio y eso les convierte en cobardes y en crueles. Debería existir una ley que prohibiera a las personas no cualificadas para ello tener descendencia, una ley que promulgara unas condiciones mínimas de afecto y una educación adecuada y específica para cada niño. Es injusto cómo algunos padres tratan a sus hijos. Mis padres fueron modélicos a los ojos de los demás, una familia perfecta en la que ninguno de sus miembros daba problemas, pero detrás del color crema pastel de los tabiques de la casa, se escondían muchos gritos y emociones castradas.
Cuando yo nací, mi madre pintó mi habitación de un color diferente al que tenían pensado aunque le costara una bofetada de mi padre. Rehusó del dulce rosa pastel con el que querían adornar sus vidas, y decidió pintarlo todo de un color feo y nada correspondiente a la habitación de un recién nacido: de marrón oscuro, como el chocolate que tanto placer le daba. Le parecía un color honesto, capaz de expresar cómo de verdad se sentía. Ahora entiendo por qué mi madre se identificaba con ese color. Cuando las emociones se guardan y no se sacan a la luz se vuelven oscuras y carcomen por dentro.  Mi abuela dice que el chocolate es uno de los mayores placeres de la vida porque es el único alimento que te hace sentir instantes de felicidad, aunque su color sea feo. A veces las cosas que nos hacen felices no son bonitas a los ojos de los demás. También me dice que  todas las emociones son buenas, porque sino... ¿para qué están?.
FIN.
Beatriz Casaus 2011 ©
Inspirado en la obra de teatro "Todos eran mis hijos" de Arthur Miller.


2 comentarios:

  1. En las paredes de muchas casas se entierran sentimientos y verdades profundas que luego hay que rascar para que salgan a la superficie.¿Has leído algo de Alice Miller? Su punto de vista es muy valiente, como el de esta obra de teatro que has incluido. Gracias!!

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  2. Gracias a ti, me gusta mucho Arthur Miller por su crítica social y su estilo. Intentaré leerme algo de Alice Miller,¿son familia?¡besitos!

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