Cumplir años me ha enseñado entre otras cosas, que la opinión
de los demás, es solo es eso, la opinión de los demás. Hay
casi ocho mil millones de opiniones como personas existen en el mundo. Solo son
opiniones y cada cual tiene la suya. Ninguna tiene más valor ni es más verdadera
que la otra. Por lo tanto, no darle importancia es una muestra de inteligencia.
Siempre he basado mi valor en opiniones ajenas y eso solo me ha llevado a apartarme
cada vez más de mí misma. A traicionarme de algún modo, descentralizarme y a
proyectar en los demás una idealización más allá de toda realidad y lógica. Al
darme cuenta de este nimio pero revelador detalle, la liberación que va a asociada a ello, es lo más esclarecedor que me ha pasado. No importa lo que hagas, la
gente opinará sobre ello, y puedes ser malentendida/o, criticada/o, cuestionada/o, juzgada/o e incluso atacada/o. Y da igual, es solo su opinión. Ahora hago lo que siento y
creo que es correcto basado en la creencia de que tomo las decisiones acertadas
en las diferentes áreas de mi vida. Yo soy como yo soy y eso, y creedlo o no,
es lo más importante que hemos venido a hacer. Ser quienes somos, saber de
nuestro valor y simplemente, ser. Actuar según uno siente, cree y piensa, se
llama coherencia y practicarla, es un hábito que otorga salud y un valor que suele faltar en nuestros
comportamientos. Un abracito.
Vale ser yo.
A veces se hace difícil
apuntar la dirección de una lanza sin punta.
No se puede ser tan cobarde
como para no escucharse a uno mismo.
¿Y si el fin del mundo se produjera en mí misma?
Pues es solo mi mundo el que se rompe
dentro de un alegato encerrado
en una sepultura de por vida.
Nos han enseñado a resignarnos
mientras perdemos las ilusiones
que nos han permitido crecer
y no solo la comida,
cómo nos hicieron pensar.
“Para crecer tienes que comer”,
nos han dicho siempre.
Pues no.
Yo me nutro de esperanza, sueños e ilusiones
y si no las albergo en mis células,
mi vida no se puede pronunciar en mi boca.
Se desvanecen las palabras antes
de pronunciarlas porque me quedaría sin voz.
Muda y despierta a la vez no se puede estar.
He conocido las gestas de los héroes
que claman su verdad
y estas no son oídas por todos,
porque todos tenemos una idea diferente
de cómo deberían ser las cosas.
No es un fatuo final pronunciarse,
es no hacerlo y vivir bajo los entresijos
de los manejes ajenos.
Yo solo sigo las exigencias de la justicia,
que no perdona ni un acto en el olvido.
No somos bellos por lo que callamos,
sino por lo que decimos en alto,
y, sobre todo,
por lo que nos decimos a nosotros mismos.
Luces y sombras son ajenas entre ellas.
Los cumplidos me encarcelan
y manejan a sus anchas.
Las críticas sin embargo son amigas,
porque siempre he sido mi principal verdugo.
No quiero integrarme en el río
de las opiniones de los demás,
porque me pierdo
y no sé dónde queda mi límite
entre los otros y yo.
Se me hace difícil liderar mi vida de ese modo.
La vida no se puede transitar en modo pasivo.
O se vive, o se muere en vida
y yo ya he muerto tantas veces
que me sé el camino.
Me suelo regañar a menudo por no entender
que el mañana no se puede regalar,
así que intento con arduo
y casi hercúleo esfuerzo
de hacer valioso cada despertar.
Beatriz Casaus 2022 ©
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