El reloj de cuco del salón daba las 12 del mediodía, siempre tan solemne, tan exacto. Lucía no había probado bocado desde hacía dos días alegando una gastroenteritis ficticia y sus padres se lo habían creído, como siempre.
Decidió probarse el vestido para la fiesta de esa noche. Enfundada en aquella seda negra ajustada se sentía distinta, irreconocible para sí misma, acostumbrada a verse siempre en ropa cómoda y amplia. Era la fiesta de graduación y quería deslumbrar. Para ello había destinado gran parte de sus ahorros en aquel carísimo vestido con un gran escote en la espalda que le quedaba como un guante. Aunque su autoestima estuviera más baja que la de Kafka al escribir “La metamorfosis” y rozara límites insanos, sacó todo el arrojo que llevaba dentro y se atrevió a salir así a la calle.
El gruñido de los cláxones de los coches, las miradas de los hombres o la irritación de las demás mujeres a su paso, la hicieron pensar que quizás no le sentara mal el vestido y que era probable que esta vez, estuviese guapa.
En la cena, intentó resistirse a los platos fuertes, adoraba masticar aquella apetitosa carne en su salsa, pero había aprendido a reconocer el placer en las ensaladas, a no comer con gula, a tragarse las ganas y a saborear cada bocado como si fuera el último. A su lado estaba la chica más famosa de su promoción, Clarisa. Sus conversaciones frívolas entretenían a todos y la hacían ser el centro de atención. Tenía una melena morena, larga y lisa y unos dientes blanquísimos perfectamente alienados. No era muy alta pero su constitución tan delgada le hacía parecerlo y siempre llevaba uñas de porcelana cuidadas al extremo. Sonreía todo el tiempo, lo que le provocaba desconfianza a Lucía. No se podía creer que el aburrido profesor de química que estaba sentado a su lado fuese tan gracioso como para provocarla semejantes carcajadas. De pronto, se le asemejaba a una hiena. Cuando se reía abría tanto la boca que parecía querer estar tratando de enseñar hasta el último de sus alienados molares. Algo característico en ella es que solía llevar pendientes de perlas blancos. Lucía encontraba los pendientes de perlas como un referente para distinguir si una chica era pija o no, además del moreno anaranjado de los rayos u.v.a., claro. La vida de Clarisa era una constante de vanidades y de mentiras. Cuando notaba que la miraban o para llevarse la atención de la gente, alzaba más la voz y gesticulaba más. Lucía intentó entablar conversación con ella pero ella se hacía la sorda y no le dirigió la palabra durante toda la cena. Se preguntó si Clarisa alguna vez habría pasado hambre o si habría sufrido por algo. Parecía tan perfecta… para la gente lo era, lo que la hacía perfecta para Lucía. Durante un instante, vió que en la mesa de al lado había una bandeja a rebosar de exultantes postres. Empezó a salivar desmesuradamente y tuvo que beberse de un trago la copa de vino que le habían servido. Nunca antes había probado el alcohol porque había leído en numerosas revistas de belleza que tenía muchas calorías así que súbitamente se empezó a sofocar. Intentó abanicarse con las manos pero su calor no disminuía, se levantó estrepitosamente y todos en la mesa la miraron. Lucía se disculpó y se fue al baño para refrescarse un poco.
Al salir del aseo, una señora mayor le agarró por el brazo y la dijo: “¿Por qué llevas esa mirada tan triste joven? A tu edad los problemas no son problemas, aprovecha la vida que hay muchas cosas bonitas que vivir”. Lucía se sintió ofendida.“¡Qué sabrá esa señora sobre mi vida para sentenciar semejante frase! Se creerá un hada madrina o algo por el estilo… ¿acaso sólo la gente mayor tiene derecho a estar triste? Además esta es mi noche de graduación, no estoy triste…” Refunfuñaba entre dientes.
Cuando volvió a sentarse en la mesa, comenzó a sentirse peor y decidió cogerse un taxi y volver a casa. Su gran noche había acabado mucho antes de lo planeado, a su pesar.
Cuando llegó, lo primero que hizo fue dirigirse al baño, como tantas otras veces. Se conocía el camino perfectamente bien y lo hacía de forma automática. Una vez dentro, se quitó los zapatos y se sentó en el suelo. Todo le daba vueltas y vueltas. Se arrimó a la taza del váter y comenzó a vomitar. Cuando terminó, sintió de nuevo un ardor tremendo en la garganta. Tantos años vomitando y ésta era la primera vez que no tenía que provocárselo. Se empezó a sentir un poco mejor una vez que había expulsado el vino de la cena, pero una tristeza la invadió por completo y empezó a llorar desconsoladamente. De pronto, le vinieron a la mente las palabras de aquella señora mayor y como un rayo de luz la golpearon inspirándola: “Se trata de vivir…¡Claro!¡Eso era! Vivir o morir”. Si seguía vomitando su cuerpo no aguantaría muchos años más y si lo hiciera sería con secuelas devastadoras en sus encías y en su esófago, por citar algunas. Por otro lado, si dejaba de hacerlo, si no vomitaba más, empezaría a vivir y a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida: comer, beber, sonreír, estar contenta…. Lo que pareciera la cosa más simple para cualquier persona corriente, para ella significaba todo un mundo llevarlo a la práctica. Vomitar no era la solución de nada, le estaba restando vida. Así que se prometió a sí misma que cada vez que le entraran las ganas de hacerlo, saldría corriendo para evitarlo. Y así fue. Corrió varias veces para controlar el impulso. Incluso los músculos de sus piernas se desarrollaron. Corrió tanto que la gente la empezó a llamar Forrest Gump, pero a Lucía ya poco le importaba.
Lucía comenzó a vomitar un martes a los 12 años y no dejó de hacerlo hasta ese viernes de su graduación a los 23. Había probado infinidad de dietas de todas las clases y probado con todo tipo de cremas de adelgazamiento. Pero nada de eso le había provocado ni una sola sonrisa. Todo es cuestión de decidirse: Vivir o morir. Desde aquel día, Lucía eligió vivir y dejó de llorar.
Beatriz Casaus 2011 ©
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