Ella le hizo caso. En cuanto se enteró que no iba a ser más su “danna”, recogió todos sus bártulos sin articular palabra. Él le explicó que su mujer se había enterado y que aunque la amaba, ya no la podía pagar.
Fríamente, se puso sus sandalias de suela de madera y arregló su elegante largo kimono de cortas mangas de color rojo oscuro. Lo ajustó lo necesario para marcar su cintura y lo alisó con sus dedos para que quedase impecable, sin una marca de arruga en su tejido, “la pulcritud y la perfección en la vestimenta es lo que caracteriza a una geisha” le había enseñado su maestra en tantas ocasiones en su etapa de aprendiz. Cuidaba también su maquillaje a la perfección. Llevaba la cara totalmente pintada de blanco, los ojos y cejas delineados en negro y la boca rojo pasión, para insinuar unos labios sensuales. Se espolvoreó la cara unas cuantas veces con una brocha pequeñita que llevaba en su bolso y retocó su pelo con un gran peine de bambú con cuidado de que todas las horquillas que llevaba no dejaran escapar ni un sólo cabello de su gran moño. Se arreglaba con tanta dedicación y esmero, que visto desde fuera parecía como una ceremonia y tan entretenido como una de sus danzas.
Sigilosa, abandonó la casa de aquel cliente al que había sido fiel durante todos estos años. Había sido el único con el que la duración de las citas no tardaban sólo lo que tardaba una barrita de incienso en consumirse. Al cerrar la puerta, todos los recuerdos asaltaron su pensamiento violentamente. Tantos años de dedicación a sus espaldas y no le había propiciado ni una sola palabra al despedirse. Ella era así de fría. Sin embargo aquella era la única vez en su carrera que había ofrecido su corazón y que se había dedicado única y exclusivamente a un sólo hombre. “A las geishas no se les está permitido sentir”, le habían enseñado, así que no dejó que ningún pensamiento de melancolía la invadiera y comenzó a caminar tranquilamente hacia su apartamento, arrancando sus sentimientos de raíz.
Los farolillos de las casas eran las únicas luces que alumbraban aquellas calles solitarias de “Gion”, uno de los barrios emblemáticos del viejo Kioto. Aquellas casas estaban adornadas por pequeños muñecos de trapo hechos por los niños para que dejara de llover y así fue, porque acababa de comenzar el caluroso verano de Kioto, conocido en todo Jápón por su tremenda humedad.
Ella andaba muy despacio por aquel calor que hacía esa noche y también porque sus incómodas sandalias no la dejaban. Caminaba erguida y con las rodillas muy juntas dando pequeños pasos. Se acordó de que sus andares provocaban la risa entre los niños que encontraba cuando iban de camino a la escuela y también de los comentarios de sus madres, quienes solían cuchichearse unas a otras en tono despectivo “que por allí andaba una Geisha viniendo de una de sus citas”. Lo decían bajito para que no lo oyera, pero su oído era muy afinado y como hablaba poco, había desarrollado una gran capacidad de escucha.
Pasaron nueve meses desde el día que abandonó la casa de aquel cliente y desde entonces no había tenido ninguna otra cita. Para poder mantenerse, trabajó en numerosas fiestas y espectáculos tocando la flauta, cantando canciones populares, representando la ceremonia del té o danzando. Pero cada vez le dolía más el cuello por las duras maderas que tenía que llevar para mantener su peinado. Le habían provocado una gran contractura muscular y por llevarlo tantos años, el dolor se había vuelto crónico. Una vez a la semana, el médico del pueblo acudía a su domicilio para curarla mediante ejercicios costosos que le provocaban mucha aflicción. El médico se convirtió en su confidente durante aquel tiempo. Tanto fue así que hasta le contó la razón de su decisión para convertirse en geisha. A parte de su amor e interés desde pequeña por ellas y por la cultura japonesa, se sinceró con él y le dijo que no podía tener relaciones duraderas por su pánico al compromiso. Cada vez que notaba que se iba a enamorar, dejaba a sus parejas por miedo a ser abandonada, o a sufrir. Según el código de las geishas estaba totalmente prohibido enamorarse de sus clientes y debían estar solteras, lo que resultaba el oficio perfecto para ella. Era además un oficio digno, en el que podía ser una mujer sin sentimientos y a la vez, dedicarse a lo que más le gustaba: al entretenimiento y mejorar su cultura mediante la lectura y la narración oral.
Sus dolores no mejoraron y su médico le advirtió que era conveniente para curarse que no llevara más esa madera, pero ella era tozuda y se negaba. Se empezó a dar por sentado entre la gente que él pagaba por sus servicios. Se habló tanto que las habladurías llegaron a la casa del propio doctor. Su mujer le había amenazado con dejarle y con llevarse a sus hijos, por lo que el médico resignado, decidió presentarse por última vez en su casa para decirle que no podía seguir atendiéndola como profesional.
Cuando llegó a su apartamento ella se había ido. Encontró un bebé recién nacido medio occidental que lloraba desconsoladamente envuelto en una sábana blanca. Junto a él, una hoja arrancada de un libro con uno de sus poemas favoritos y una carta dedicada al bebé.
En la carta explicaba que se la diese cuando hubiese cumplido los 18 años y que su nombre real, era Fiona. Contaba que no había nacido en Japón. En realidad sus cabellos eran rubios y estaban teñidos. Procedía de un pequeño pueblo de Melbourne difícil de pronunciar. Llegó hacía ya 21 años a Japón intrigada por las extrañas y enigmáticas figuras de las geishas. Consiguió hacerse aprendiz y fue aceptada como Geisha después de un largo aprendizaje. Al tener los ojos risueños, el maquillaje le hacía parecer una oriental, y como hablaba poco, nadie nunca se había percatado de su secreto.
Al final de la carta, se refirió directamente a él pidiéndole que cuidara del bebé y que le llamara “Sakura” porque había nacido en primavera y Kioto en primavera se llenaba de un bello árbol, al que los japoneses le llamaban así y que en Occidente es conocido como cerezo. Los cerezos en flor serían su único recuerdo de ella y así podría seguir siendo una geisha.
Al final de la carta, se refirió directamente a él pidiéndole que cuidara del bebé y que le llamara “Sakura” porque había nacido en primavera y Kioto en primavera se llenaba de un bello árbol, al que los japoneses le llamaban así y que en Occidente es conocido como cerezo. Los cerezos en flor serían su único recuerdo de ella y así podría seguir siendo una geisha.
“Veo tu fina piel
a través de tus labios
yo te hablo.
Haiku costoso solo te necesito
tú, mi regalo.
Pensamiento fino el que creamos todos
al son del haiku.
Saltan ágiles de tu pequeña boca
las letras claras.
Breve síntesis, esfuerzo ilimitado,
siempre me callo.
Aunque el miedo acuda a la cita
esconderse.
Sutil sortilegio tu cabello dorado
que baila al viento.
Vil eficacia, mancha con su rigidez
las pobres almas.
La perfección exigida,
alabada tortura,
mata.
Qué difícil es estar rodeado de trampas
subsistir.
No tenemos el más elemental de ellos: el amor.
La cuerda aprieta nuestro cuello esbelto
estamos presos.
Mente opaca entre tinieblas
flota la ilusión rota.
Vagamos todos entre risas y gestos de amor enfermos.
El dolor pesa
inoperantes miembros
luego caemos.
El canibalismo de nuestros deseos
nos arrebola.
La misma historia de tragedia maldita
las mismas caras.
Incomunicados
nos encontramos siempre
Eternamente. "
FIN
Beatriz Casaus 2011 ©
P.d: El poema es un Haiku de Andrés Pérez del que me he inspirado para hacer esta historia además de por el viaje que ha hecho mi compañero de piso a Japón y del que me ha contado cosas tan bonitas e interesantes. ¡Espero ir algún día cercano a Japón! ¡Besos a tod@s!
P.d: El poema es un Haiku de Andrés Pérez del que me he inspirado para hacer esta historia además de por el viaje que ha hecho mi compañero de piso a Japón y del que me ha contado cosas tan bonitas e interesantes. ¡Espero ir algún día cercano a Japón! ¡Besos a tod@s!
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