"Mucha gente pequeña, en lugares
pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo"(Eduardo
Galeano).
(La inocencia civil no tiene cabida en
el diccionario del odio y la sinrazón. Este es mi pequeñísimo homenaje a estas personas dejadas de la mano del destino.Gente pequeña y sin importancia para los verdugos de su pueblo vecino, que sufren los ataques armados y gente pequeña y sin valor para el panorama internacional que no hace nada al respecto. Desde aquí y aunque no sirva de nada, les mando todo mi amor y deseos de que la situación cambie a mejor).
El miedo nos paraliza y no sabemos
qué hacer. Llevamos así seis días. Este es nuestro hogar y no queremos dejarlo,
pero a nuestro alrededor ya casi no queda nada, solo hay escombros. No sabemos dónde
caerá el siguiente misil. Intento adquirir la perspectiva de ese objeto
destructor lanzado indiscriminadamente solo para saber cuál será su diana la próxima vez.
Cuando
alguno se queda dormido, los demás le miramos relajados porque sabemos que al
menos está sintiendo algo de paz en ese momento. El poco sueño que he podido
conciliar es el único instante en que olvido dónde estoy. Estar despierto es
estar viviendo una pesadilla permanente.
Se oye una canción que alguien está cantando
en la calle. Me asomo a la ventana con cautela para ver quién la canta porque
en la radio están anunciando que no han cesado los ataques y que no se han podido interceptar dos misiles que han caído en edificios civiles a apenas 300 metros de aquí. Las
explosiones hicieron que el suelo se tambaleara y nos pusimos debajo de la
puerta porque es el único sitio de la
casa en donde se está a buen recaudo. Desde entonces no nos hemos movido de
allí.
Hay un niño sentado en la acera que la está cantando a todo pulmón
mientras tiene tapadas sus orejas con las dos manos. Está solo. Debería ir a
buscarle. Es cierto que ni el muro más fuerte de este edificio es seguro, pero
al menos no estará desamparado. Mi mujer me grita que no les deje y me
recrimina que les abandono. Mis dos hijos tienen los ojos cerrados, tratando de jugar a que no están aquí. Les aterra el sonido de los cohetes y tenemos que
abrazarles fuerte y besarles para que no les den ataques de nervios. Daría lo
que fuera por salir de esta ciudad de cenizas y ofrecerles un futuro, pero salir de aquí es imposible. Las
fronteras están cerradas y dicen que quien intenta salir ya no regresa. Estamos
acorralados y dejados a nuestra suerte. El azar es lo único que nos queda. Es
nuestro único aliado y de él dependen las posibilidades remotas en las que
nuestro hogar no sea el blanco de un helicóptero. Me aferro al él como me
aferro a la vida.
En nuestra calle quedan sólo cuatro casas en pie y no hemos
oído ni un alma desde hace horas. Aquel niño también es hijo de un padre y una
madre que estarán preocupados, si siguen con vida. Tengo que tranquilizarle. Mi
mujer empieza a llorar y dice que mejor baja ella a buscarle porque yo siempre
he sido muy torpe. No se lo permito porque es a la única persona a la que puedo
confiar mis hijos. Le pido que sea comprensiva y que solo van a ser unos
minutos. Bajo las escaleras a zancadas y salgo del edificio.
No hay nadie en la
calle más que aquel niño que no para de cantar tratando de frenar el silencio abrumador,
aquel que precede a la fatalidad. Me dirijo corriendo hacia él. Le digo que le
voy a llevar conmigo, que no puede quedarse solo pero él no para de cantar, es
como si no me viera. Sin más vacilaciones, le agarro y le levanto. Me doy
cuenta de que está sangrando. No sé exactamente de dónde procede esa sangre. Le
examino su pequeño cuerpo mientras oigo un helicóptero acercándose. Debería
llevarle al hospital, pero queda lejos y no tengo coche.
Un ruido ensordecedor
me aturde. Hay fuego a mi alrededor. Nos llevan a un hospital a mí, a mi mujer
y a mis tres hijos pequeños. Escucho hablar a un médico del hospital con la
cara desencajada. No entiendo muy bien qué dice pero creo que es algo más o
menos así: “Nosotros no tenemos armas. No somos unos contra otros. Son unos,
contra nosotros”. Mientras, una mujer periodista apunta sus palabras pero me
temo que no saldrá en ningún periódico.
Mi familia y yo estamos
sonriendo, vemos nuestros cuerpos tendidos en camillas del hospital. Juntos ya no tenemos miedo. Por fin nos vamos de aquí.
Beatriz Casaus 2012 ©
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