jueves, 14 de junio de 2012

La chica que no tenía tiempo para tomar café

Vivía enfundada en vestidos microscópicos y zapatos de tacón tratando de redimir su pasado hippie, del que sólo conservaba un tatuaje de una lagartija sobre su vientre famélico.

Solía ir todas las mañanas a tomar un café que nunca terminaba en el bar de al lado de su oficina situado en el barrio de Malasaña, del que intentaba cambiar por el de Salamanca pero en donde el alquiler se disparaba.

Todavía no eran ni las nueve y ya se presentaba largo el día en su tercera jornada de dieta hipocalórica. Empezó a notar la falta de azúcar en el cerebro para relacionar conceptos mientras leía el periódico así que le pidió al camarero que le sirviese un café con sacarina. La noche anterior había salido y padecía el típico sentimiento agridulce tras una noche de fiesta.  Aún recordaba las risotadas de sus amigos cuando les confesó después de varios gin tonic, que llevaba  meses sin tener relaciones. “La gente no sabe de dónde viene ni a dónde va, por eso no me interesa cualquiera” se disculpaba.

 Desde que trabajaba de representante para un grupo de música que empezaba a ser conocido gracias a su propio mérito personal, no había tenido ni tres días de vacaciones seguidos y aquello le empezaba a pasar factura. Hacía unos días había asistido a la presentación en sociedad del disco y le había dejado exhausta  emocional y anímicamente por toda la parafernalia que envolvió al evento.

 Levantó la vista de su periódico  y observó por primera vez con cautela, cómo el atractivo camarero que le servía el café a diario, ahora colocaba una mesa supletoria para los comensales extras del almuerzo. Examinó detenidamente el cuerpo de aquel muchacho que aun lejos de ser un adonis, pues su camiseta dibujaba el contorno de una curva típica de aficionado de cervezas, era esbelto y bien formado y desempeñaba su labor con soltura y gracia. Se fijó en un detalle que había pasado por alto, llevaba unas All-Star negras, las mismas que tenían los componentes de su grupo antes de que ella les cambiase su forma de vestir. En el mundillo de la música como en muchos otros, se venden las apariencias y aquel camarero parecía ingenuo ante esa realidad. Ella por su parte, invertía todo su tiempo y esfuerzo en que todo estuviese perfecto tanto en el producto que quería vender, su grupo, como alrededor de ellos (la presentación del disco, el diseño de la portada, la maquetación, los temas incluidos, el look de sus integrantes) Perseguía con ahínco la perfección hasta en ella misma, pero la perfección se le escapaba como una quimera de sus manos, comenzando por el tinte rubio que llevaba en su pelo y en el que ya se atisbaban ciertas raíces y que junto a sus pobladas cejas castañas delataban su origen ibérico, lejano del prototipo de belleza nórdica que estaba de moda y al que trataba de emular.

El camarero volvió a la barra y le ofreció un poco de conversación, pero ella se bebió deprisa mitad del café casi quemándose los dedos y la lengua por lo caliente que estaba y salió corriendo excusándose  como de costumbre de que tenía que ir a la discográfica. “No tengo tiempo, hoy tengo una reunión y me espera un largo día por delante”, sentenció mientras recogía sus cosas. “Tiene usted una profesión muy estresante, espero que le aporte también muchas alegrías” le dijo el muchacho de las All-Star con total parsimonia mientras secaba unos vasos con un paño de cocina.

“¿Alegrías?” pensó para sí misma. Aquella palabra le había calado. Las alegrías se habían convertido en los últimos años en circunstancias aleatorias, que como los regalos de los roscones de reyes, nunca la tocaban a ella.

Mientras se iba, el camarero le ofreció como despedida una amplia sonrisa. Aquel gesto le pareció sincero y su simplicidad incluso la impactó. Su sonrisa no era especialmente bonita pero le resultó mucho más honesta y saludable que aquellas a las que estaba acostumbrada en el mundo en el que se codeaba. Allí, todos llevaban carillas simétricas y blanqueamientos dentales carísimos. Sonreír entre ellos era un ejercicio más de apariencia. Sin embargo detrás de aquellas mandíbulas profident se escondían todo tipo de intenciones e intereses que solo una gran sonrisa puede ocultar.

Un momento de lucidez le pasó por su cabeza, quizás esa misma noche no tenía por qué trasnochar para ahogar sus penas en varios gin tonics. Podría madrugar un poco para que a la mañana siguiente tuviese tiempo para poder tomar un café y disfrutar de una conversación, tranquilamente.

A pesar de todo, estaba en Malasaña.

Beatriz Casaus 2012 ©

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