domingo, 21 de octubre de 2012

El pianista ciego



El concierto se había acabado y aún el eco de los acordes del piano resonaba entre la memoria de los asistentes. La música lánguida repleta de expresión, la infinidad de matices de sus melodías y su originalidad y sensibilidad estética, provocaron que la emoción se materializara en los átomos de la atmósfera de aquella sala de conciertos. Los aplausos del público fueron eternos y por ello su primer concierto tuvo tanto éxito, que se convirtió en el tema de conversación de toda la ciudad durante semanas. Su nombre sonaba en los corrillos de intelectuales, empresarios y aristócratas y en poco tiempo se le reconocía como el joven pianista ciego que había sido capaz de conmocionar a toda una ciudad entera. Sin embargo, aquella fama no aturdía al joven pianista, quien a lo único a lo que prestaba atención era en componer.

Acababa de llegar a la ciudad y pronto pasó a formar parte del ambiente musical y artístico que la envolvía. La gente le admiraba no sólo por la genialidad de su virtuosismo sino por demostrarlo a pesar de su gran dificultad. El joven había aprendido a tocar el piano casi al mismo tiempo que aprendió a hablar. Al nacer y enterarse su padre que tenía un hijo ciego, pensó que la mejor manera de hacer su vida más llevadera y menos dramática sería de la mano de la disciplina musical del piano. A los pocos años de enseñarle, había demostrado para asombro suyo y de su propia familia, ser un virtuoso del instrumento. Su don era manifiesto al leer las partituras en braille a enorme velocidad, componer a muy temprana edad o tocar el piano con la sutileza que aporta unas manos guiadas por los ojos del corazón.

En la capital, unas mujeres que habían asistido a su primer concierto, le ofrecieron alojamiento en el barrio antiguo. Se habían quedado tan prendadas de él que una de ellas, la más lozana, se ofreció a asistirle como criada y ayudarle en todas las tareas del hogar a cambio de un sueldo económico. Le visitaba con frecuencia para limpiar la casa y de vez en cuando pasaba por la iglesia para coger agua bendita y llevársela. Creía que su virtuosismo era un milagro divino y que por ello debía mostrarle agradecimiento lavándole las manos con agua sagrada. La muchacha se percató de su sensibilidad, virtud tan poco desarrollada en los hombres que había conocido y quienes la habían tratado de forma grosera o meramente sexual. El hecho de que captara las cosas más allá de los sentidos y de que mostrara cierta emotividad, era como un soplo de aire fresco ante la masculinidad imperante a la que estaba acostumbrada. Ella era muy bella, y la mayoría de los hombres caían rendidos bajo sus pies sólo al mirarla, pero el pianista no podía contemplar su belleza y aquello hería hondamente su orgullo. Intentó por todos los medios llamar su atención sin éxito: se perfumaba con agua de rosas, le llamaba con apelativos cariñosos y finalmente pensó, que como el joven dormía poco y era intelectual, entretenerle en conversaciones durante la noche podría encandilarle. Pero tras unas pocas, él se negó a seguir manteniéndolas porque la muchacha sólo hablaba sobre el futuro o las preocupaciones triviales del día a día y aquello le aburría tremendamente y le quitaba tiempo para componer. La muchacha cayó presa de otra ceguera más despiadada aún que la del pianista, la del amor, y se vio con la necesidad de enamorarlo y de retenerlo a su lado, pero no encontraba la manera de despertar en él su admiración. Se dispuso a usar un método que nunca le fallaba. Un día, al lavarle las manos con agua bendita, recurrió a las caricias íntimas. El joven sintió que recorrían su cuerpo con prisa y sin tomarse el debido tiempo para explorarlo delicadamente. Se sintió amenazado y sin pensarlo dos veces, la echó de su casa. La bella muchacha le gritó:

-Te quiero y estoy segura que si no fueras ciego y vieras lo bella que soy, te enamorarías tú también de mí.

Sin inmutarse, el pianista esbozó una leve sonrisa y le contestó:

-He sido bendecido con el mayor de los dones, y no es mi virtuosismo. Mi gran virtud es mi ceguera porque me hace ver más allá del mundo de las formas. No necesito belleza para componer, mi inspiración proviene de mi interior.

La muchacha no daba crédito ante aquellas palabras de rechazo y le reclamó:

-Pero yo te amo y lo haré para siempre si me dejas.

-Esa palabra no existe más que en tu pensamiento, todo cambia y es perecedero. Un buen día tu belleza también lo será.

La muchacha se sintió humillada. Enfurecida recogió sus cosas mientras le gritaba toda clase de improperios y se marchó.

 Meses después estalló un brote de cólera en la ciudad y la gente pudiente se mudó al campo para no contraer la enfermedad. La mayoría de la población la padeció y hubo muchas víctimas mortales. El joven pianista tuvo que enclaustrarse en su casa y aquello le sirvió para dejar de lado su vida social y dedicarse en cuerpo y alma a la composición. Sin embargo, su estado de ánimo decayó y emocionalmente se llenó de ansiedad por la triste situación a su alrededor y por el desconocimiento sobre su familia, de la que no sabía nada desde hacía mucho. Era un joven ultrasensible y cualquier preocupación le hacía caer enfermo así que funestamente y a pesar de sus cuidados higiénicos, contrajo aquella terrible enfermedad.
La muchacha que le había servido, por aquel entonces se casó con un conde adinerado y durante su exilio en el campo se dedicó a fomentar en las reuniones sociales de los salones mala fama al pianista. Convirtió en negativas las virtudes que le habían enamorado y enfatizó que era un lunático, débil y un sentimental. Los mismos que le alabaron al principio en los círculos de entendidos, le empezaron a criticar también y su nombre se vio envuelto bajo las turbias intenciones de aquellos quienes al no poder entender la genialidad, la envidiaban.

Pasaron los años, las décadas y como al final de un concierto, cuando la música ya ha terminado, las luces se han apagado y ya no queda nadie, es la música sólo la que permanece en el recuerdo de los asistentes cuyos corazones han sido tocados por las composiciones sutiles y emotivas que han escuchado. Queda una cierta serenidad, una infinita paciencia, un deje de melancolía y la presencia de la satisfacción del trabajo bien hecho. Así, la música del joven pianista ciego permaneció en el recuerdo de todos y la vida de aquella música emotiva siguió latiendo más allá de su fama y de su nombre.

 

Beatriz Casaus 2012 ©




                                          

sábado, 13 de octubre de 2012

Los años robados

NOTA:

¡Cuánto poder tienen las historias cuando son pronunciadas por bocas ajenas a las de los implicados de las mismas! Como la hoja de un cuchillo afilado, pueden rajar despiadadamente la vida de cualquiera en un instante y hacerla parecer pueril, fútil y mezquina. No hay cabida para el interés de las personas que hay detrás de esas historias pues los protagonistas no son ellos en realidad, sino las historias en sí y cuanto más disparatadas, exageradas y dramáticas parezcan, mejor será el chisme y más daño colateral provocarán. Una simple frase en una situación diferente y  sacada de contexto puede desquebrajar al corazón más estable o fundir la confianza más afianzada. Todo lo que sale de boca ajena en referencia a la vida de otro sin comprensión, suena mal, así de simple.

Siempre he sido de los que no les gusta hablar de la vida de otros, más que nada porque odio que hablen de mí o de la mía propia y albergo una ligera esperanza en que si me guardo de hacerlo de los demás, se me respetará de igual modo. No soy de los que les gusta que comenten sobre mí por lo que no suelo alardear de nada y sólo mis allegados conocen mis historias personales,(bueno y ahora algunas, facebook) a quienes no dudo en contar y en pedir consejo si hace falta, porque sé que no me van a juzgar y que me van a entender. Intento pasar desapercibida lo más a menudo posible y a veces pierdo los nervios cuando no es así. Huyo de los corrillos y de los dimes y diretes pues casi puedo asegurar con “rigor empírico” que  hay un tanto por ciento bastante elevado de que lo que se cuece en ellos sea exagerado como pueda ser una hipérbole o un esperpento de Valle-Inclán.

Siempre he sido fiel defensora de todas aquellas víctimas que en algún momento han sido objeto de comentarios y les he dado un voto de confianza mayor que para aquellos quienes desataron las crueles habladurías. Despiertan mi empatía porque suelen haber cometido errores de los que me puedo sentir identificada y eso señala que son humanos, como yo. Los que cuentan los chismes creen tener el poder de la invulnerabilidad y en un ejercicio de arrogancia, juzgan a los demás como si ellos fueran santos y no hubieran hecho nada que no fuera intachable en sus biografías. Todos, absolutamente todos, somos susceptibles de aparecer en miles de chismes porque a ojos de cualquiera, todo lo que un tercero hace, puede resultar extraño o vulnerable de ser criticado sobre todo si hay ganas de hacer daño.

“Acepta todo lo que te viene entretejido en el patrón de tu destino, pues, ¿qué otra cosa podría acomodarse mejor a lo que necesitas?”  (Marco Aurelio, “Meditaciones”)


Los años robados


Nos vimos cruzando la esquina en esa calle tan poco transitada. Nos quedamos mirando absortos en nuestra perplejidad porque el destino nos hubiera juntado de nuevo al azar por aquella inmensa ciudad. No se me ocurrió otra forma de saludarle que darle un beso en la mejilla en vez de dos, me hubiera lanzado a sus brazos para fundirme en un abrazo eterno pero en aquel momento no conseguía  salir de mi asombro y los dos nos sonrojamos sin mediar palabra. Teníamos tanto que contarnos y que aclarar por los años perdidos, que el silencio nos hacía un flaco favor. Mi pulso se aceleró de forma vertiginosa en cuanto me di cuenta de la importancia de la situación. Tenía delante de mí al amor de mi vida, aquel que creí haber perdido y por el que tantas lágrimas había derramado. En estos años hubo momentos en los que incluso me dieron ganas de arrancarme el corazón del pecho por el agudo dolor provocado por su ausencia, pero finalmente la medicina del tiempo logró acostumbrarme, aunque olvidarle fuera imposible. Toda aquella templanza conseguida por los años fue arruinada en ese instante, pues en un abrir y cerrar de ojos, me había vuelto a enamorar.

Me invitó a tomar algo en una cafetería cercana. El sitio me pareció tener el atrezzo de una película de Fellini y el hombre que tenía delante de mí me recordaba a Marcello Mastroianni, en nada se parecía al recuerdo que tenía de él. Su pelo estaba mucho más corto y canoso, las patas de gallo, los surcos de su cara junto con las arrugas de la frente desvelaban el lapso temporal que había pasado sin vernos, pero aún así conservaba un gran atractivo. Bruscamente, me agarró del brazo y ahí le reconocí de nuevo. Recordé de inmediato la pasión que compartimos y que tantas habladurías había generado. Sin embargo, le aparté el brazo mientras las rodillas se me encogían y  me invadía una profunda fatiga. Mi cuerpo no podía reaccionar con normalidad y me empecé a marear. Había llegado a esa ciudad sola, sin amigos, sin trabajo y con una visa que tenía que renovar cada cinco años. Lo había dejado todo para no provocarle problemas  y empezar de cero alejada de todo lo que conocía. Pero con él delante, de pronto me di cuenta que quizás todo tuvo que haber sido de ese modo. Estábamos juntos de nuevo y aunque fuera por casualidad, al fin y al cabo eso era lo que contaba. Nadie nos podía hacer más daño ya de lo que nos habían hecho y yo aprendí a liberarme de la opinión de los demás y a no identificarme con el drama en mi vida sino a ver las oportunidades que se presentan, y aquella desde luego, era una de ellas.
Me llevó en coche hasta mi casa y le invité a subir. Le dejé pasar primero para deleitarme observando la elegancia de su caminar y al cerrar la puerta, le susurré en voz baja: “Ya estamos en casa”.
                                                                                                                                      Rebeca.

Era como si el tiempo no hubiera transcurrido entre nosotros, la complicidad era palpable y la cercanía se produjo rápidamente. Nos vimos por casualidad en una calle de aquella ciudad que tan poco me gustaba pero a la que iba de vez en cuando por negocios, yo estaba de camino a una reunión cuando me la encontré. La vi más guapa que nunca y eso que habían pasado muchos años. No podía creer que fuera ella y ni siquiera pude articular palabra. Sólo salió de mi boca un mísero pero estupefacto: “Hola Rebeca”. Ella se acercó y me dio un cálido beso en la mejilla, eso produjo que los dos nos sonrojáramos y que yo inmediatamente después la invitara a tomar un café. No quería perder ni un momento más a su lado, teníamos mucho que aclarar. Noté una luz que brillaba a través de sus ojos. Le pregunté por qué desapareció y entonces me contó que había aceptado los comentarios en vez de reaccionar contra ellos y que encontró correcto marcharse de allí para no causarme problemas. Su vida había sido difícil desde entonces pero la vi más suave y gentil que nunca. Mientras me contaba su historia, aquello me hizo evaluar mi vida. Yo había puesto todo mi empeño en olvidarla, y para tal propósito me sumergí en la sensualidad de cualquier mujer que me prestara un poco de atención, pero ninguna me trajo la dicha que me dio ella, más bien mi tristeza aumentó. De pronto pensé que con el paso de los años me había vuelto rígido y dedicado únicamente a identificarme con los roles sociales, enfocándome sólo en mi trabajo. Sin embargo ella, con su sonrisa y gesto gentil, me recordó a la de aquellos niños que había visto por esas calles, a quienes les falta de todo y te regalan lo único que tienen, su sonrisa.

 Las mentiras del pasado nos habían robado la felicidad y parecía que la hubiésemos vuelto a recobrar. Salimos de allí cogidos de la mano, ansiosos por intentar aprovechar los años perdidos. Llamé a mis colegas del trabajo para decirles que me tomaba la tarde libre, ya todo me daba igual. Lo único que recuerdo después, es que conduje hasta que se hizo de noche porque ella vivía en los suburbios de la ciudad y que aquel viaje en coche, me pareció inolvidable.
Si hubiera podido borrar los desafortunados comentarios que desencadenaron tanto sufrimiento…Sin embargo cuando subí a su casa, al cerrar ella la puerta y estar por fin a solas, comprendí  en ese momento que todo aquello fue lo mejor que nos podía haber sucedido.
                                                                                                                                       Eduardo.

Beatriz Casaus 2012 ©

Inspirado en la canción "No Past Land" de Russian Red.



martes, 9 de octubre de 2012

No tienes que darme excusas amor

"No vayas detrás de mí, tal vez yo no sepa liderar. No vayas delante, tal vez yo no quiera seguirte. Ve a mi lado, para poder caminar juntos." (Proverbio)


“Si eres capaz de ver al mundo 
en un grano de arena, 
si eres capaz de ver el cielo en una flor, 
si eres capaz de captar el infinito 
en la palma de tu mano, 
y la eternidad en una hora… 
Entonces puedes Crear 
el Cielo en la Tierra.”
(William Blake) 



No tienes que darme excusas amor

Si caminamos juntos es para construir,
con lo que me das tú,
con lo que te doy yo.

Y de entre tanto abandono,
me sale quererte sin un aunque,
o ningún pero.

Porque me bebo en tus ojos,
sacio esta sed que tengo de ti.
Porque eres,
como aquel espejo que muestra
lo que un reflejo sincero no puede callar,
y que con ingenio escondo, 
disimuladamente.

Si caminamos juntos es para soñar,
con lo que te cuento yo,
con lo que me cuentas tú.

Mi valor es huésped en casa ajena.
Sin más,
las palabras baldías ya no le parecen groseras
a mi sensibilidad.
Lo carnal, es ahora celestial.

Si caminamos juntos es para aprender,
con lo que enseñas tú,
con lo que enseño yo.

Somos cómplices en vez de culpables.
El tifón del deseo le dice al amor
una confidencia:  “ssshhhhhh
…mi devoción por ti…”.

Si caminamos juntos es para ser felices,
con lo que comparto yo,
con lo que compartes tú.

No tienes que darme excusas amor,
porque no me perteneces.
Llegas como un regalo sin dueño,
sin condiciones, ni expectativas.

Si caminamos juntos es para ser libres,
con el espacio que te doy yo,
con el espacio que me das tú.

La autonomía en la intimidad
trabaja a propósito
para mantenerse siempre sola,
sin heredarla de nadie.

Veo el raíl diáfano al éxito
en lo opuesto que hay en ti
para integrarlo en mí.

Si caminamos juntos es para ganar,
con lo que te respeto yo,
con lo que me respetas tú.

No cantaré más letanías
en mi abstinencia,
ni  callaré lo que sienta,
pero te lo diré con dulzura.

Si estamos juntos es para mejorar,
con lo mejor de mí sin pretenderlo.
Con lo mejor de ti,
sin buscarlo.

Beatriz Casaus 2012 ©