sábado, 26 de enero de 2013

Altos pero no intocables


“¡Cuántas veces os ha sucedido que desperdiciáis vuestra vida corriendo detrás de adquisiciones que no son tan importantes como la vida misma! ¿Habéis pensado en ello? Si pusierais a la vida en primer lugar, si pensarais en cuidarla, protegerla, conservarla con la mayor integridad, con la mayor pureza, tendríais cada vez más posibilidades de obtener lo que deseáis. Pues precisamente esta vida limpia, iluminada, intensa, es la que puede proporcionároslo todo”(Omraam Mikhaël Aïnvanhov, filósofo francés de origen búlgaro)


Altos pero no intocables

¿Cumbre? 
Sí, aquello alto que se ve pero no se toca.
Fascinación adversa de ser admirado.
Llegar tan lejos como la huella del dinero guíe.
Que digan con fuerza tu apellido
mientras olvidan el nombre.
Fidelidad al desnudo material,
amando a escondidas lo intangible.
La revisión periódica de la moral
para permanecer inquebrantable ante la saña.
Allí arriba, poder y escrúpulos 
no suelen ir juntos de la mano.
Poca visibilidad real por la niebla que circunda.
Engañosa perspectiva desde donde los de abajo, 
parecen pequeñitos.
Los aires son distintos,
no se crece más por ver desde más alto,
ni por estar más cerca del cielo.
¡Suban, suban! que yo me quedo.
Sólo miro arriba para superar las dificultades.
Desde aquí me baña el rocío por la mañana,
me regala el gorrión su canto sin pedírselo,
y tengo el gozo de tener contacto con mis iguales,
todos arropados,
por la misma claridad que dan las fábulas.

Beatriz Casaus 2013 ©




domingo, 20 de enero de 2013

Las cicatrices del guerrero


“Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo”. (Fuente: Artículo publicado en La Vanguardia, escrito por la periodista Ángeles Caso)




Las cicatrices del guerrero

Había atravesado cinco puertas hasta llegar allí. La puerta de mi casa en donde dejaba todas  mis pertenencias y vida conocida, la puerta de la ambulancia en la que se me empezaba a tratar como un paciente sin nombre ni apellido, la del salón de urgencias en donde me hicieron toda clase de pruebas a un ritmo vertiginoso y sin preguntarme cómo me sentía emocionalmente veía cómo mi cuerpo se iba repartiendo en botecitos de análisis clínicos, la puerta de la salita de espera en donde te das cuenta que estás sólo acompañado de otras personas que también parecen estarlo, y finalmente, la puerta de aquella habitación perteneciente a las entrañas de ese inframundo llamado hospital en donde me habían despojado de toda dignidad y personalidad al quitarme mi ropa y colocarme una bata verde que dejaba mi espalda al descubierto  y mi ropa interior a la vista de cualquiera.

Mi sensación  era de humillación. No conocía a nadie en ese lugar y las enfermeras no eran del todo amables, aparte de estar avanzadas en años y no ser nada atractivas. Mi compañero de habitación llevaba dormido desde que entré, afortunado él, pensé para mí. No sabía cómo conseguía conciliar el sueño de forma plácida en un ambiente tan hostil como ese. El único contacto que había con el mundo exterior era la televisión que teníamos colgada en la pared y una ventana a escasos metros de mí que daba a un patio vacío con cubos de basura en el fondo. Llevaba días allí y no creo que me consideraran un paciente obediente y pasivo que aceptaba a pies puntillas las recomendaciones que me decía el doctor o los demás interinos. Imagino que era problemático porque cuestionaba su autoridad y preguntaba todo acerca de mis síntomas y les increpaba con toda clase de dudas. La mayoría de los pacientes que había visto por los pasillos parecían sumisos y no cuestionaban nada de lo que se les decía. Me enteré incluso que mi doctor había dado la sentencia de muerte a un paciente al decirle que le quedaban dos meses de vida y el tipo se murió casi de repente como para complacer al médico. No me gustaba nada ese sitio, sin duda. Parecía que mi papel consistía en asegurar que me encontraba bien o que iba a estarlo para aplacar la ansiedad que sentían  mis interlocutores sanos. Me hacía gracia cuando escuchaba los comentarios sobre mi buen aspecto, si lo tuviera, estoy seguro que no estaría durmiendo en aquel sitio, les contestaba.

Por las noches, como me costaba dormir, el silencio me llevaba a los momentos de calma y es como si entrara en comunión con mis pensamientos más recónditos y escondidos. Eché mi vista atrás y no tenía la sensación de sentirme completo por haber conseguido hacer tanto dinero. Eso era  a lo que me había dedicado en la vida y lo que mejor se me había dado, teniendo en cuenta los años de experiencia a ello ofrecidos. Había pasado demasiadas  horas en la oficina y echaba en falta no tener una familia directa a la que querer o alguien que me visitara. No podía decir que mi vida no había sido productiva, pero aquel dato no me hacía feliz. Me arrepentí incluso de haber dejado escapar a aquella novia que tuve y con la que pensé que compartiría el resto de mi vida pero a la que no traté del modo en que ella me lo pedía y que con razón me dejó. No podía cambiar, ni quería cambiar los detalles que le hacían daño…mi mejor amigo por aquel entonces me consolaba diciendo que no era una chica espectacular y que yo podía estar con mujeres mucho más despampanantes. Gracias a Dios perdí a ese amigo también. Pensé que el alcance económico de la cobertura de mi seguro haría mi estancia más grata en un sitio como éste llegado el día en que lo necesitara o que al menos me sentiría más seguro en un caso así, pero no. Me sentía vulnerable como nunca antes me había sentido. Era como si nada dependiese de mí y todo estuviera prendiendo de un hilo frágil al que no podía manejar a mi antojo ni siquiera pagándolo con todo mi dinero. Si saliese de allí tan siquiera sabía a ciencia cierta si mi vida volvería a ser igual que la de antes.

Mi compañero de habitación era todo lo contrario a mí. Todos le querían. Siempre estaba sonriendo y gozaba de un exquisito sentido del humor aunque llevaba a sus espaldas una larga y estoica lucha para superar el cáncer que había extenuado su organismo, e incluso cuando la medicina ya había agotado todos sus recursos, su deseo de vivir y su esperanza le hicieron seguir adelante durante muchos meses más. Recuerdo el último día que pasé con él. Cómo olvidarlo… me preguntó qué veía desde la ventana. Yo, al notar su expectación sobre mi descripción personal y ver cómo sus ojos brillaban en chispas de curiosidad, le conté que había un bello jardín donde los niños jugaban y las parejas se metían mano mientras se decían guarrerías al oído, él se rió durante un buen rato y luego me preguntó si la gente parecía feliz, entonces miré de nuevo y le dije que sí, que sí  que lo parecían y aquello le tranquilizó y me dijo que esa visión le gustaba. Preferí contarle aquello en vez del patio vacío con los cubos de basura al fondo. Él vivía con esperanza y no se la iba a arrebatar. Me contaron que cuando murió, tendió la mano a su hija como última ofrenda de amor  y que abrió sus ojos y su rostro se iluminó de alegría. Se fue tal y como vivió, alegremente. Estoy seguro que vio algo que nadie podía ver y que le haría gracia, como siempre.

Tardé unos meses en salir de aquel inframundo y otros cuantos meses más en olvidar el horrible sabor de la comida que servían en bandejas de plástico. Sin embargo y para mi sorpresa, me llevé dos regalos de aquel sitio infame. El amor de una enfermera que me daba la mano cuando mis dolores me impedían moverme y que hizo cambiar mi idea del aspecto físico colmándome de afecto, y el conocimiento que de ese mismo amor descubrí que trajo de forma reveladora: que el amor es curativo y que en realidad es lo único que merece la pena cultivar porque es lo que guardas en tu interior y que es posible que te lleves cuando partas. Aún así creo que me siguen recordando como el peor paciente que pisó aquel hospital, pero yo sigo pensando que los doctores deberían cuidarse de dar algunos “veredictos” y que los pacientes no somos sólo casos sino seres humanos que albergamos una historia personal que quizás haya repercutido de forma directa en nuestra enfermedad. Dada mi trayectoria personal, no sé cómo no había desarrollado más patologías graves y me sentí un tipo afortunado cuando me dieron el alta. A partir de aquella estancia dejé espacio para que el humor, la risa y las caricias llenaran mi día a día y para que mis cicatrices, se convirtieran en tatuajes que tenían un significado muy especial para mí. Su función sería recordarme cada vez que me percatara de su presencia de lo que es importante y en lo que merece la pena invertir tiempo. Después de todo aquello, soy un tipo con suerte.

Beatriz Casaus 2013 ©




jueves, 10 de enero de 2013

Invencible

"Aprovecha el corto día de tu existencia, vive, no ahorres el poder y la fuerza de tus alas." (Rumi).





Invencible

El sol comenzó su avance solemne en los cielos a la hora precisa en la que debía salir. Ni antes ni después. Luego miré el reloj para confirmarlo: cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Contemplé aquel espectáculo de la naturaleza con los ojos medio cerrados aún y me conmovió como si nunca antes hubiera visto un amanecer en plena montaña. La visión era magnífica desde mi posición. Se observaban los picos hacia el sur y hacia el este, bañados por el tímido sol que asomaba en el horizonte. Sus rayos iluminaban todas y cada una de las cumbres nevadas  y los colores cálidos del cielo teñían el blanco perenne de fuego y de luz. Estaba tan congelada como el traje de neopreno me permitía estarlo, y me costaba reír, pero en aquel instante creo que sonreí desde lo más profundo de mí. Gracias a que el viento había cesado mi temperatura corporal era estable, sin embargo me sentía tremendamente cansada y el dolor de cabeza persistía, lo que atribuía en un primer momento a la falta de oxígeno. Debía comer algo. Se me había quitado el apetito pero necesitaba recuperar fuerzas después del esfuerzo extenuante de diez horas de ascensión.  Calenté un poco de caldo y cecina y me lo comí sin ganas. Me quedaban mil metros hasta llegar al campo base y aunque eran los más complicados, me sentía pletórica porque escasas horas antes, había sido capaz de superar todas las etapas y había alcanzado la cima. Descender no era tan complicado si lo comparaba con todo lo anterior.

Empecé a sentir unas ligeras ganas de vomitar y a estar un poco mareada. Entonces, unas palabras golpearon mi cabeza junto con una imagen, la de una flor de loto. Me acordé de la conversación que había tenido con un hombre nepalí días atrás en Kathmandú. Desde esa conversación, me había apodado como “Flor de Loto” y se refirió a mí de ese modo durante todo el viaje desde la capital, al primer campamento base. Después de largas horas de charla en las caminatas, no sé muy bien qué me dio de beber porque saqué a relucir lo que no había sido capaz de contar a nadie en todos estos años y que en un arrebato exploté: “Nací en el sitio equivocado. Desde pequeña recibí insultos de todo tipo y no me demostraron amor, tan sólo grandes dosis de culpa y de miedo. Me insultaban por todo y crecí sintiendo que era mala y que no me merecía nada bueno. Mis padres se odiaban y se peleaban sin cesar. El ambiente era infernal. No había amor en toda la casa y yo había adquirido toda clase de mecanismos de pensamiento auto-destructivos porque los había mamado desde la cuna. Por eso  había sacado malas notas en el instituto y no podía concentrarme en la universidad. Sin embargo, encontré toda la fuerza interior y salí de todo ello fortalecida como una roca. Luché por conseguir lo que quería e incluso perdoné a mis padres porque ellos en realidad no eran conscientes de lo que hacían. En vez de concentrarme en lo negativo, lo trascendí y mi único objetivo se convirtió en dar amor y ayudar a la gente que había sufrido como yo”. Recuerdo cómo el hombre me miró en silencio unos instantes y desde aquel momento me bautizó con ese nombre. Le pregunté por qué precisamente Flor de Loto… lo había escuchado mil veces antes pero no entendía por qué lo atribuía a mi persona. Entonces fue cuando me contó: “La flor de loto es la flor más poderosa. Son innumerables sus beneficios terapéuticos y es honrada en sitios como Tíbet o La India. Es incluso, símbolo del desarrollo espiritual porque se abre paso desde el fondo de la oscuridad del estanque, sube a la superficie del agua y se abre después de haberse elevado por encima de su nivel, sin mantener contacto ni con la tierra ni con el agua, a pesar de haber nacido de ellas. Lo importante de esta flor mágica es que no nace en  un sitio bonito sino que nace de entre el barro, en los pantanos, como tú.”  Aquella metáfora me dio sentido para aceptar mi vida, la cual había sido un mar de lágrimas y una constante lucha de supervivencia. Esa misma lucha de supervivencia me había llevado a la escalada. Necesitaba el riesgo como forma de vida, necesitaba superarme, por ello me convertí en una montañista y escaladora profesional.

Recordé también lo que me dijo acerca de la comprensión mediante un ejercicio sencillo: “Imagina  que aquel bebé hubiera tenido la suerte de nacer en una familia en donde se le arropaba, en donde se le decía que se le quería y se comportaban con él de forma amorosa. Aquel bebé sería fuerte y seguro de sí mismo ¿verdad? Luego imagina el mismo bebé en la situación en la que tú creciste. Créeme, no fue culpa del bebé haber nacido en un sitio o en otro. Sin embargo aunque no te lo parezca, el bebé que ha nacido en circunstancias difíciles viene al mundo cargado no con un pan debajo del brazo, sino con la oportunidad de conocerse a sí mismo y de trascender el sufrimiento, y aquel mérito lleva irremediablemente al éxito. Todo problema es en realidad una oportunidad y cualquier hándicap es el camino directo hacia el espíritu.” No quería seguir ninguna filosofía, pero aquellas palabras me hicieron conectar con mi verdad.

Mi vista comenzaba a ponerse borrosa. Saqué un tubo de oxígeno que llevaba en la mochila y comencé a respirar de él. Me estaba afectando “el mal de altura” y debía combatirlo si no quería morir en aquel sitio tan inhóspito y tan bello a la vez, así que respiré hasta que me empecé a encontrar un poco mejor. El cielo estaba despejado y no había viento, era la circunstancia idónea para el descenso. Miré a mi alrededor y el sol inundaba todo con una luz cegadora que me obligó a ponerme las gafas para proteger mis ojos. Mis pies estaban fríos y anclados en la nieve, aquello me recordó que estaba a ocho mil cuatrocientos metros de altura y que no era seguro permanecer allí por más tiempo. Vencí el mareo para agacharme y enterré debajo  de la nieve un objeto personal de valor. “Nada conseguirá hundirme. Ni esta nieve, ni este lugar, ni nada” me dije.  Me levanté, y aunque mi cuerpo físico no respondía muy bien a mis movimientos me sentí con fuerzas en aquel instante, así que comencé la bajada. Encaré el sol y lo miré de frente. Respiré toda su fuerza y la vitalidad se transformó en parte de mi ser. Era como si exhalara un olor penetrante... noté cómo mis pétalos se desprendían de mí, suavemente. Sentí la libertad y me vi reflejada en aquel sol poderoso. Detrás mía dejaba la cima del Everest y atrás también dejaba, mi vida pasada en un segundo.

Beatriz Casaus 2013 ©




sábado, 5 de enero de 2013

En la dulce espera de un beso



"Omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori"
. "El amor lo vence todo; dejémonos vencer por él"(Virgilio)



"No, no aparta a dos almas amadoras
adverso caso ni cruel porfía:
nunca mengua el amor ni se desvía,
y es uno y sin mudanza a todas horas.
Es fanal que borrascas bramadoras
con inmóviles rayos desafía;
estrella fija que los barcos guía;
mides su altura, mas su esencia ignoras.
Amor no sigue la fugaz corriente
de la edad, que deshace los colores
de los floridos labios y mejillas.
Eres eterno, Amor: si esto desmiente
mi vida, no he sentido tus ardores,
ni supe comprender tus maravillas".
(William Shakespeare)


En la dulce espera de un beso

Puedo observarte horas
y aún mirarte con asombro,
en la dulce espera de un beso.
Puedo ser devota de tu amor,
si prometes que cuando me vaya
permanecerá mi sabor en tus labios.
Puedo errar en agonía cuando mis muros,
cuya función es blindar miedos,
finjan que no nos conocemos
para hacernos pasar por extraños.
(También puedo derribar esos muros,
si yo fuera tu persona favorita).
Puedo caminar descalza sobre cristales,
si sé que mis pasos no serán en vano.
Puedo,
ser nadie a tu lado,
o compartir la misma soledad que la luna
todas las noches vacías
a la espera de algo tan fútil,
como otro beso.
Puedo ser todo lo que yo quiera ser,
un abrazo, por ejemplo.
Puedo, calcular la simetría del aire
para gritarte en la distancia
que podemos ser eternos.
Puedo reverenciar a los símbolos alegres
de tus caricias
y dejar sobre la mesa
todo lo que no necesito.
A partir de ahora,
sólo llevaré en mis bolsillos
tu mirada escrita.
Puedo ser el puente entre tu ser y el mío.
Puedo perder la memoria
hasta que tu boca esté en mí
y se edifiquen juntas.
Puedo recordar que de amor,
no se muere nadie
aunque parezca
que yo lo haga un poquito,
cada vez que veo alejarte.
Puedo, tener tiempo para quererte,
antes, después y durante.
Puedo crear bajo mis ojos
un eterno presente
en el que la única realidad factible
seamos los amantes.
Puedo, bailar tranquila en mi cabeza.
Puedo transformar la distancia
entre nuestras mejillas
como si no tuvieran un mes de ausencia.
Puedo observarte durante años
y que tu rostro, no me parezca que cambie.
Puede, que el amor me quede demasiado holgado
como para quedármelo, pero no.
No con todo el mundo
resuena la evidencia.
Dentro de diez años,
aún te quiero seguir esperando.


Beatriz Casaus 2013 ©