sábado, 29 de marzo de 2014

Tres poemas: Libre, Una Pareja e Hiperbórea


"Quien no encaja en el mundo, está siempre cerca de encontrarse a sí mismo" (Herman Hesse)


Libre

Sólo cuando escribo,
y mis manos se hacen alas
y la poesía me hace libre.
Libre,
sólo cuando canto,
y mi voz se funde con el aire
y la música me hace libre.
Libre,
sólo cuando no pienso,
y mi corazón habla despacito
y la verdad me hace libre.
Libre,
sólo cuando bailo,
y mi cuerpo pierde su forma
y el movimiento me hace libre.
Tan libre,
como cuando tengo la oportunidad
de ser feliz
sin más razón que la de estar vivo.
Tan libre como eso.
 
Beatriz Casaus 2014 ©
 
Una pareja
Estábamos callados,
él miraba a la ventana
yo le miraba a él.
Tomé un respiro
e incliné la balanza
a favor de los dos.
“No veas en mí sólo lo malo”
le dije,
y tuvimos el valor de equivocarnos
una y otra vez.

 Beatriz Casaus 2014 ©

Hiperbórea
Se produjo un cambio en la ruta trazada,
un individuo se alejó del camino convencional
por otro más atrevido y poco transitado.

Se acercaba la treintena en el horizonte
y la losa del matrimonio y la familia le perseguían
mientras se sentía más lejos de ellos que nunca.

La gente rígida y apegada a las normas
le tildaban de inmaduro e inestable,
como si no cambiar de rumbo
fuera sinónimo de inteligencia.

Siguió sin baluartes impuestos ajenos a su ser
más que a los que nacían de su alma.

Su devenir era incierto visto desde fuera
pero gracias a ir a la deriva,
encontró milagrosamente el paraíso perdido
más allá de las tierras del Norte.

Fue inmortal.

 
Beatriz Casaus 2014 ©


sábado, 22 de marzo de 2014

A salvo


Cerró los ojos. Pocas cosas había hecho bien en la vida, y de esas pocas cosas, sólo se acordaba de unas cuantas y de otras muchas que le atormentaban.

Entró en un bosque frondoso donde las hojas estaban envueltas unas de otras, colmadas de un impetuoso oleaje de diversos colores. El viento las tambaleaba provocando una mayor sensación de mareo debido a unos escasos metros de aire confinados en una vasta bruma vegetal. Toda aquella hojarasca debajo de sus pies le parecía inútil y ruidosa. Anduvo un largo rato intentando ignorar los chasquidos de las hojas quebrándose a sus pies, pareciéndole un homónimo de su existencia en la que un día, como ellas, vivió en las copas de los árboles y en un abrir y cerrar de ojos cayó desde allí y sucumbió a la ignota aceptación de una vida tendida en el suelo, junto a otras hojas anónimas, rendidas a los pies de una sociedad incoherente.

Mientras miraba hacia abajo, descubrió unas piedrecitas colocadas unas tras otras de forma consecutiva que hacían de trincheras para proteger de las inclemencias climatológicas a los insectos que se escondían debajo de ellas. Las siguió como un sendero improvisado y pronto desembocó en uno más ancho y natural que aun desconocido, pensó que le llevaría sin duda a cualquier otro lugar mejor. Tomó el camino, decidido, con la impronta de dejar atrás aquel bosque recóndito sin un ápice de luz.

Entonces el cielo se presentó tímido encima de él, y un brochazo de rayos de sol pintó de colores cálidos el paisaje. Aquello le hizo sentir pequeño, tan pequeño como los insectos que se escondían bajo las piedrecitas y se dio cuenta de que quizás  todo fuera una cuestión de perspectiva, para los humanos, los insectos parecían diminutos y para el cielo, los humanos. Caminó sin rumbo, balbuceando en su cabeza, donde se sentía intruso de sus propias ideas,  y al cabo de un buen rato vislumbró una pequeña figura que agitaba las manos en el aire estrepitosamente.
Estaba cansado pero aquella figura que le saludaba para que se acercara era la primera persona que veía desde hacía mucho, lo que le colmó de ilusión, así que se apresuró a su encuentro sin dudarlo. Se trataba de un niño de corta edad, enjuto y descuidado que llevaba rotas sus vestiduras y andaba descalzo. Cuando apenas le quedaban escasos metros para encontrarse, el niño corrió a abrazarle cálidamente de forma tan familiar que pareciese que se conocieran de toda la vida. La primera pregunta que le hizo no fue ni cómo se llamaba, ni cómo había llegado hasta allí, sino cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se habían hablado. Él no entendió nada, pero pensó que sería mejor no desilusionar al pequeño confesándole que no le había visto en su vida y prefirió seguir su juego dejándose encandilar por su cercanía. Tenía una voz delicada, casi como la de una niña de su misma edad, sus manos eran suaves y su cabello era del mismo color que el de él. El niño no le apartaba la vista ni un momento, sus ojos estaban ávidos por mirarle, como si estuviera ansioso por estar a su lado y no quisiera perder ni un momento en gozar de su compañía. Le ofreció frutos sabrosos que le saciaron al instante de tomarlos, frutos que no habría visto de no haber sido por él y le guió con maestría por aquellas tierras que pareciesen no tuvieran fronteras. Caminaron de la mano hasta que llegaron a una pradera coloreada del color del ímpetu de la libertad de los campos salvajes, donde ningún humano había llegado antes, ni sus flores habían sido presenciadas por ningún ojo que las juzgara. Corrieron y jugaron hasta extenuarse. El tiempo ni siquiera pasó o al menos no tuvo conciencia de él  hasta que los músculos de sus mofletes y estómago delataban que se habían pasado el día entero riendo. Había vuelto a su más tierna niñez con aquel extraño adorable que hablaba poco y que mostraba una gran falta de afecto.

La felicidad era palpable como las hierbas y los árboles que abrazaban, cuando de pronto le invadió una sensación de despedida, como si no se sintiera merecedor de tal despliegue de chorros de dicha. Buen conocedor de que las cosas buenas suelen durar poco, se acercó a su nuevo amigo y agachándose le dió un beso en la frente. El niño no lograba concebir esa sensación, pero colmado de nostalgia, le miró articulando una  última pregunta: “¿Cuándo volverás?”
Abrió los ojos. Percibió el olor a café tanto como a sus mismos errores, de vuelta a su querencia por los tropiezos habituales y al ruido de la calle. Se tranquilizó pensando en el verde intenso de la pradera donde había jugado y donde se había sentido más auténtico que nunca. Tenía la sensación de querer a ese niño con frescura, sin sentimentalismos gratuitos, desde la certeza innata  de quien ha recibido un diagnóstico y se sentió confundido. Nunca había tenido hijos, ni siquiera no legítimos, por lo que aquel niño al que ansiaba volver a ver sólo podía ser una persona, su más cercano extraño,

él mismo.

 Beatriz Casaus 2014 ©