sábado, 21 de diciembre de 2013

El ermitaño


“Sé la luz de ti mismo” (Buda).


                    La noche oscura del alma (San Juan de la Cruz)


  En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.                     5

 
  A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.                     10

 
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía                             
sino la que en el corazón ardía.                 15
 

Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.                    20

 
¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!                  25

 
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.               30

 
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.                  35

 
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado. 

(San Juan de la Cruz)

 
El ermitaño
 
Cayó la noche y lo hizo con su particular estruendo silencioso, inundando los rincones de oscuridad con perpetuo sigilo, como tratando de ocultar lo que encierra el día. Apenas había comido en las jornadas anteriores, sus dolores persistían y su cabeza no paraba de atormentarla por ello. De pronto percibió el olor de un aroma que brotaba desde todas partes. Siempre había escuchado que la nariz era el mejor vínculo con el pasado, que el olfato era el sentido más fuerte para perforar la historia olvidada y, entonces, reminiscencias del accidente almacenadas revolotearon en su mente, como unas aves que se filtran con cantos ominosos. Mientras intentaba restablecer cierto equilibrio mental, el enojo que creía muerto comenzó a emerger de nuevo. Hizo un gran esfuerzo para no caer en el agujero negro de sus emociones y volvió a recordar ese olor. El olor de los abrazos cálidos que hacen naufragar al alma. El olor de unos brazos fuertes que no estaban fabricados para soltarla. La misma presencia del amor hecho carne. Se sintió arrollada por el recuerdo del perfume que formaba parte de su piel, un aroma dulce con dejos de ébano y sándalo. El inconfundible perfume que ella misma le había regalado en tantas ocasiones. Sintió el calor de las lágrimas empezar a congregarse detrás de sus ojos, como si tocaran a la puerta de su corazón. Y las dejó salir. Se puso rígida cuando sintió el recuerdo de las caricias que su marido le daba suavemente en sus mejillas.

Era el día de navidad, pero para ella había llegado el momento de alejarse lejos del barullo y estar consigo misma, sola, acompañada únicamente de la presencia de sus dolores y recuerdos. “Qué afortunado se es cuando se está rodeado de personas que te quieren y te lo demuestran, pero cuánto más afortunado se es, cuando eres tú quien les quieres a ellos” pensó. Las ideas se atropellaban unas a otras en su mente. Decidió sacar fuerzas para levantarse, se abrigó y salió de la cabaña. Caminó un buen rato haciéndose paso entre la nevada y se alejó bastante. De pronto, lo que vio no era posible, los bancos de nieve se habían desvanecido, el camino frente a ella había perdido su cubierta de nieve y hielo como si alguien lo hubiera secado soplando. Miró a su alrededor mientras el manto blanco se disolvía y vislumbró una figura acercarse. Era una imagen sobria y pacífica, un anciano que portaba una lámpara en una de sus manos y en el interior de la lámpara había una estrella que brillaba con gran resplandor. El anciano se apoyaba con un báculo dorado, y vestía una larga túnica gris como el color de la ceniza. La expresión de su rostro era pacífica y su espalda estaba doblada hacia delante, como si hubiera trabajado mucho en su vida y quizás fuera el resultado de las preocupaciones pasadas. Se dirigió hacia ella y se paró a menos de dos metros, le saludó y empezó a hablar con serenidad. Ella no daba crédito ante el hecho de cómo había llegado hasta allí ese anciano. Se lo preguntó, pero él no contestó a ninguna de sus inquisitivas preguntas. Quizás estaba viviendo un brote psicótico. El hombre le recordó que estaba lejos, muy lejos y sola en la montaña. Le dijo que había dedicado su vida a aprender, a conocer y amar su cuerpo, pero que ahora debía trascenderlo y amar su alma para encontrar en ella una luz. Le pidió que cerrara los ojos. En este instante observó en su mente la luz que brillaba en la lámpara de aquel hombre con mucha más intensidad.
-“Es la primera vez que veo una luz directamente, antes sólo la veía reflejada en los ojos de él”. Le dijo al anciano asombrada y él sólo replicó:
-“Sigue el camino más puro, el camino de la conciencia”.
Cuando los abrió, el anciano había desaparecido misteriosamente. La noche seguía rodeando todo de oscuridad, la nieve había vuelto a cubrir el paisaje y el camino se había congelado. Increpada por ello y por la desaparición de aquel hombre de forma súbita, volvió a cerrar los ojos para tranquilizarse y vio de nuevo la estrella que había dentro de la lámpara, cada vez más brillante y resplandeciente. Aceptó la noche y paso a paso, volvió a la cabaña andando pacientemente. Supo que nadie podría ofrecerle respuestas y deseó que el trazado de aquel camino se hiciera a partir de ella misma. Había encontrado su propia luz, pero el precio que tenía que pagar para descubrirla, era cerrando los ojos.

Beatriz Casaus 2013 ©

 

1 comentario:

  1. La soledad es también un estado de libertad según qué momentos. Un punto de partida para el despertar espiritual. Auqnue a veces, como en mi caso, dure años.

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