miércoles, 8 de febrero de 2012

Hasta luego, New York

En la ciudad de Nueva York, se puede encontrar de todo excepto un taxi cuando hace falta o un apartamento de alquiler que no sea demasiado caro.

Yo vivía en el barrio de Chelsea, entre la novena y la décima avenida, y compartía piso con un compañero, quien se había convertido en mi mejor amigo, como suele pasar con aquellas personas que te ven a menudo en pijama y ropa interior. Mi calle estaba repleta de muchas galerías de arte y en los últimos meses había sido testigo de cómo varias de las que proliferaban en el Soho se habían movido allí. Era gracioso ver a los críticos de arte escondidos bajo sus caros sombreros, vergonzosos, mientras deambulaban los jueves y los viernes noche  para encontrar una pieza única. Estoy segura que preferirían pasear relajadamente con sus mejores prendas por la quinta avenida, pero el caramelo de un precio mucho más económico era razón suficiente como para ir al barrio gay de la ciudad a comprar.
 Esa noche llegaba tarde, lo habitual en mí. De nada me servía el reloj que mi madre me acababa de regalar para intentar ingresar un poco de orden y formalidad a mi vida.  Se le había metido en la cabeza que ese aparato de precisión me iba a cambiar. No lo llevaba nunca en la muñeca y lo guardaba con ahínco en las profundidades más recónditas de mi bolso. Me gustaba mi vida caótica y no tenía ninguna intención de cambiarla. Había pasado varios años en la universidad estudiando física y no me sirvió para nada. Mi madre pensaba que mi vida siempre iba hacia un mayor desorden, como “la teoría del caos”, pero yo tenía un orden establecido en ese caos, sólo que era diferente al nivel de organización que el de mi familia.
Me dirigía al club de moda. Había dos cosas que me encantaban del “Oasis Club”, que la entrada era gratuita y que allí se cocía lo más moderno del panorama alternativo de la ciudad, y decir eso de una ciudad como aquella, significaba encontrarte con artistas desconocidos que en un futuro próximo podrían convertirse en los próximos “Red Hot Chilli Pepppers”.  Tardé media hora más bajo el invierno frío de Manhattan para encontrar un taxi libre. Cuando lo encontré, resultó ser un taxista hortera que llevaba una camiseta con la bandera americana, y se cercioró de que el viaje le saliera rentable, porque aunque el club no quedaba demasiado lejos de casa, (en el “East side”) me  cobró casi veinte dólares por el trayecto.
Cuando llegué, el sitio estaba abarrotado como todos los viernes.  Bajé directa al sótano, no sin antes pedir en la barra una cerveza bien fría y darle un par de tragos. Lo primero que vi, fue como un fan borracho vagaba sobre el escenario intentando besar a Antoni mientras le quitaba el micrófono de la mano. Antoni no le daba importancia riéndose, pero al instante dos tipos aparecieron y le echaron sin vacilación del local. Antoni paró de tocar el piano, agarró una copa, brindó a su salud y siguió con su show. El Oasis era el lugar de culto de los músicos bohemios por aquellos años. Solían tocar allí sus nuevos trabajos y así conocían de primera mano si gustaba o no. Últimamente el local se había convertido en un sitio de ambiente gay e incluso muchos de sus cantantes eran travestis que acababan de salir del armario.
Yo también cantaba, pero sólo hacía versiones de clásicos porque no me atrevía aún a componer. No había vencido el miedo que me provocaba el pensamiento de que algún día la inspiración se pudiera ir. Por eso cuando escuchaba a Antoni interpretar sus propias canciones, me invadían sentimientos contrarios, por un lado, le albergaba una profunda y devota admiración y por otra, la envidia me mataba. Aquella noche me invitaron a la fiesta que daba uno de los chicos del local después del concierto y allí fue donde nos conocimos. No tardamos ni dos copas para convertirnos en íntimos. Le confesé embriagada que tenía el don de hacerme llorar cada vez que tocaba, no sabía explicarlo, pero era como si su música estuviera envuelta en un aura espiritual. Con las pintas de tipo duro que tenía, me parecía gracioso que en realidad no fuera cantante “punk”. Su sensibilidad era la más auténtica que había encontrado en ningún otro artista. Se hacía tan palpable sobre el escenario, que el público le miraba  hipnotizado y hambriento, para no perder ni uno de sus gestos, que conmovían  y llegaban muy dentro. Esa misma noche, acabamos revolcándonos por el suelo de la habitación de su apartamento y los dos nos olvidamos completamente de quiénes éramos. Él, un chico que no me quería y yo, una chica enamorada de alguien que no me convenía.
Al cabo de unos meses, Antoni se volvió autodestructivo, me hacía muchísimo daño ver como alguien con tanto talento lo estropeaba todo. El alcohol y las drogas se habían convertido en parte de su rutina diaria y aunque yo no quise admitirlo, me enteré de que incluso pudo haber participado en alguna orgía. Traté de no escucharme, y durante meses me hacía la loca, simplemente porque me sentía afortunada de estar con la persona a la que más admiraba. Pero una noche, él colapsó. O quizás fui yo. Le encontré en su apartamento tendido en el suelo e inconsciente. No paré de gritar su nombre histéricamente y de intentar reanimarle, los minutos se hacían eternos hasta que llegaba la ambulancia.Sentí como si mi vida también se iba junto con la suya.

Antoni mejoró y  el mismo día que se dio cuenta de que tenía que dejar ese mundo irreal en el que se había sumergido, le dejé. Recuerdo que antes de irme me preguntó: “¿Qué razón hay en el mundo para seguir manteniendo la esperanza?”  y yo, que siempre tenía una explicación científica para todo, haciendo alarde de mis años de carrera,le dije: “Bueno, la naturaleza ha hecho un gran esfuerzo para que existamos...cada célula de nuestro cuerpo contiene casi dos metros de código de ADN y si juntáramos todas las células de nuestro cuerpo por los extremos, se podría dar la vuelta a la tierra cinco millones de veces. Esa es una cantidad demasiado grande como para no darla importancia... Adiós Antoni…” Recuerdo su risa por el comentario mientras me iba. Al cerrar la puerta de su apartamento, comprendí que la longitud de nuestro ADN no era en ningún caso una señal de desorden, aunque mi madre se empeñara que en el mío sí...

Los artistas que de verdad emocionan son aquellos que usan el arte como una necesidad de expresar lo que llevan dentro. Me convencí que lo que yo tenía dentro también tenía que sacarlo, porque lo necesitaba.

En la ciudad de Nueva York, se puede encontrar de todo excepto un corazón dispuesto a querer y una belleza acogedora en sus edificios. El tiempo pasa rápido pero los inviernos se hacen largos, su belleza no es suficiente y los artistas bohemios duermen con nostalgia hasta que llegue la primavera. Yo, necesitaba una ciudad que fuera más dulce…

Beatriz Casaus 2012 ©

(Inspirado en Rufus Wainwright y en su canción Grey Gardens)



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