lunes, 17 de diciembre de 2012

Mecanismos de supervivencia


"In order to reach the truth, it is necessary at some point in one’s life, to rid oneself of all the opinions one has received, and to rebuild one’s entire system of knowledge from the very foundations". (René Descartes)


No pegábamos en nada y sin embargo me negaba a admitirlo. Discutíamos por todo: sobre política, sobre mi forma de vestir tan diferente a la de su aspecto de niño bien, sobre mis peculiares ideas para intentar arreglar el mundo a las que él tildaba de comunistas, por el estilo de vida que cada uno llevaba, por nuestros antagónicos gustos musicales, pero sobre todo, discutíamos por todas aquellas mujeres a las que él veía a escondidas. Debido a eso, yo estaba a la que saltaba y se lo recriminaba cada vez que me venía a la memoria, la mayoría de las veces sin venir a cuento. Se empeñó en beber dos whiskys más y a eso de la una empezó a desbarrar y a decir sandeces. Le dije que se fuera a dormir pero no me hizo caso alguno, esa noche estaba como enloquecido.

En la barra había una chica muy mona que flirteaba abiertamente con dos chicos. En un alarde de feminidad y conocedora de que estaba siendo observada, la chica se levantó del taburete en donde estaba sentada y moviendo suntuosamente sus curvas se dirigió al baño, para recreación de sus dos acompañantes quienes la contemplaban detenidamente alejarse. Él se la quedó mirando embobado de forma descarada y yo comencé a sentir unos celos tremendos que me subían desde el estómago y que me tragaba para que no explotaran a medio camino entre mi pecho y la garganta y saliesen en forma de gritos. Sentía celos por aquella chica, por su cuerpo, o por lo que fuera que a él le hiciera mirarla de aquella manera. Fue en ese momento cuando me di cuenta de todo. Observándola desaparecer tras la puerta del aseo unas preguntas llegaron a mi cabeza: ¿Por qué las mujeres envidiamos la belleza de otras mujeres? ¿Por qué no envidiamos el trabajo, la creatividad o la inteligencia como hacen los hombres? Es como si percibiéramos la belleza de otra mujer como un peligro hacia nuestra pareja. ¡Qué gilipollez! pensé para mí. Aquella chica había generado en mí una interpretación falsa de amenaza cuando en realidad aquello sólo fue una creación mental mía a la que casi respondo como si fuera una amenaza real física. En realidad, esa chica no era el problema entre él y yo, ella no tenía culpa alguna de que estuviera tan buena y de que él se fijara en su cuerpo. El problema residía en él  y la pregunta era si yo quería estar con alguien así: tan pendiente del físico de otras mujeres, que no me valoraba, y que además tuviera la necesidad de acostarse con cualquiera a la primera de cambio. La respuesta me vino a la cabeza de inmediato y de forma rotunda: desde luego que no.

En ese momento cogí mi bolso, me levanté decidida y le miré a los ojos fijamente mientras le dije que no me merecía eso. Él entró en cólera y me agarró del brazo con fuerza para no dejarme ir mientras me gritaba que estaba loca y que mis celos eran patológicos. Una hora después, su mejor amigo vino a buscarlo para llevárselo a casa. Hacia las cinco de la mañana me llamó por teléfono para decirme que estaba muy mal y que me echaba de menos. La historia se repetía ad infinitum. Por las noches bebía, desfasaba y cuando se le pasaba el pedo se acordaba de mí. Poco a poco el amor ciego que sentía hacia él se transformó en una mezcla de odio por todo el daño que me hacía y un ligero sentimiento de benevolencia por encontrarle tan perdido. Debido a sus súplicas, accedí a verle al día siguiente sin ninguna gana. Quedamos en el mismo bar. Se pasó horas hablándome y lo volvía a hacer con el intermediario de un vaso de whisky en su mano, repitiéndome de forma consistente que me quería y que nunca había sentido nada parecido por ninguna otra mujer. Esa fue la última vez que le vi antes de mi ataque. Con él tenía activado de forma habitual mis mecanismos de supervivencia en todos los sentidos. A partir del instante en que pisé el hospital no volví a responder a ninguna de sus llamadas.

El doctor que me atendió me explicó que cuando se activan los mecanismos de supervivencia, también conocidos como estrés, el corazón puede trabajar cinco veces más que en estado normal y que esa anomalía repetida de forma continuada, acaba generando patologías cardíacas. Aquel doctor resultó ser un filántropo y conmovido ante mi sufrimiento se ofreció a hacerme una confesión con el único requisito de que yo también debía hacerle una, ya que según él, todo en la vida era un intercambio, así que accedí y me dijo: “Las heridas emocionales cuestan mucho esfuerzo y mucho trabajo en repararse. Por eso pongo toda mi intención en ser amable y gentil con las personas que me rodean y a rodearme de aquellas personas que también sean así conmigo”. Esas palabras me removieron por dentro y las conservé desde entonces como un regalo. En ese momento no le encontraba sentido a mi sufrimiento, mi corazón estaba roto y enfermo y lo que era peor, mi corazón físico también lo estaba. Yo había hecho muchas confidencias a lo largo de mi vida y no se me ocurría ninguna para contarle en aquel instante, pero indagando un poco en silencio, recordé la única que nunca había tenido el coraje de admitir a nadie y que aquel doctor desconocido iba a ser el elegido de escuchar: “Yo he sido demasiado dura conmigo misma durante todo este tiempo y demasiado blanda, para rodearme de personas como él”.

Beatriz Casaus 2012 ©



No hay comentarios:

Publicar un comentario